Algunas veces he sentido que miraba el mundo desde el exterior.
Tiempo después de la labranza, cuando amanece un campo abierto de belleza y prosperidad, ahora que sabemos que lloverán los panes y los peces que regarán una sequía de agónicos lustros allí donde nadie habitaba, el agricultor contempla su cosecha desde el exterior de las vallas.
Vergel baldío se le antoja. Sonrisas y esperanza, lealtades, jalonan ese camino conducente al erial donde se abonó el futuro, sendero que no has de volver a pisar porque quedó sólo tierra quemada tras de ti.
Y no me pesa porque fui yo el que prendí fuego a ese ayer.
Aunque no fui quien segó cosechas de raíz, mas tampoco importan causas ni razones, ya ciclones o securas, responsables del ostracismo del adiós.
Es llegado el momento en que el cisne entona las últimas notas de un canto que nadie ya quiere escuchar.
Un cielo tan turbio espera después. Ciega la noche, espera el silencio. Es todo tan lejano y ajeno después. El vuelo que trasciende a la melodía pergeñada en la despedida condujo hacia parajes tan remotos, que bien poco importa el después. Si la pasión no existe dedica tus desvelos a otra cosa, porque la vida sin pasión es un poco menos vida.
Renacerán otros amaneceres que enciendan el páramo impenetrable, la fértil tierra quemada donde inerme yaces, llama efímera que en lejanas eras existió.
(Esbozado hace diez años, un 6 de mayo de 201. Revisado y publicado hoy)