Aquel Citröen azul. Un Citröen GS familiar del ochentaitantos, a la manera de las pelis americanas, donde siempre llevan un coche que es de un año, como un Buick del 72 o un Ford Mustang del 65. Aquel fue mi primer coche. Recién estrenadito el carnet de conducir, mucho más nuevo que el coche que me tocaba en suerte. Pero no había ninguna queja, porque el caso es que ya tenía coche para los sueños, que se fueron acumulando mucho tiempo antes de tener su volante entre las manos. Esos sueños jóvenes, de viajes y salidas por Madrid sin tener que depender de nadie.
Hablando también de números, fue también un Citröen GS familiar de los 8, y hasta 9, que nos metíamos allí. Porque no sólo fue mi primer coche, sino uno de los primeros de la panda, lo que significaba que había que arrear con el número que te tocara transportar. Y allí íbamos, queriendo conquistar las calles de Madrid y alguna que otra mirada, que nunca llegaron a ser tantas como hubiéramos querido, pero que dejaron sus historias para contar delante de una birra. Aquel fue el coche que me dejo encajonado (y encabronado, que suena casi igual) porque no era capaz al principio de meterlo marcha atrás por ningún sitio que no tuviera al menos tres veces su anchura. El mismo que hizo que tuviera que darle la razón a los del equipo de fútbol cuando me decían que el coche podía ir más deprisa y yo descubrí que el recorrido del pedal del acelerador tenía un pequeño tope que al superarlo pasabas del modo “Carrito de helados” al normal. El GS del ochentaitantos que llevaba nuestras hormonas a mirar a las chicas de Capitán Haya, que por aquel entonces nos parecían el sumum de nuestra particular ciudad del pecado.
Aquel coche. El que nos llevo a cuatro amigos a San Juan, previa parada en una gasolinera para comprobar que el tubo que iba de la boca para gasolina al depósito estaba rajado y había que conseguir un par de cubos en cada repostaje para ir echando lo que se caía de nuevo. Quizás ahora, me habría vuelto a Madrid a buscar un taller, pero en aquellos años, casi ni nos pareció grave. Aquel familiar que nos hacia sentir como la tripulación del Enterprise de Star Trek cuando llegábamos a un camino de campo y le subía la suspensión. Aquel que llevo nuestras cosas sencillas, nuestras canciones de cantar mal pero juntos, nuestros chistes malos, buenos y legendarios, que los hubo. Aquel que nos hizo sentirnos, de muchas maneras, libres. Ese que no había Dios que le encontrase aparcamiento a su medida.
Ese mismo que, pasado el tiempo, te das cuenta de que tenia el mismo color que cierto pájaro de cierto Patio que ahora frecuentas. Puede que el mundo no sea un pañuelo, sino un camino que conecta todo.