Revista Cine

Un clásico ejemplar: El beso de la muerte (Kiss of death, Henry Hathaway, 1947)

Publicado el 13 abril 2015 por 39escalones

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Es obligado referirse en el comienzo de todo comentario sobre esta efectiva intriga negra dirigida por Henry Hathaway en 1947 a la espectacular interpretación que Richard Widmark hace de Tommy Udo, el psicópata asesino por encargo cuya magistral encarnación le valió una nominación al Óscar en su debut cinematográfico. El perfil interpretativo de Widmark es uno de esos personajes fundacionales que marcan la historia del cine: el asesino desequilibrado, desalmado, sanguinario, la más perfecta traslación al cine negro del criminal sádico, emulada millones de veces en películas de toda procedencia, estilo y calidad. Su histrionismo, su histerismo, su risita nerviosa cuando se ve ante la perspectiva de acabar con una vida o de provocar sufrimiento (solo apreciable en su justa medida si se disfruta la película en VOS) vale mil visionados y alimenta incontables imitaciones, guiños, tics, “inspiraciones” y “homenajes” en las décadas posteriores. Widmark se doctora en el mismo momento de su bautismo.

Pero la película es mucho más que la excelente y sobrecogedora aparición de Widmark-Tommy Udo. Concebida como producto de estudio (en este caso, la 20th Century Fox de Darryl F. Zanuck), la película es el prototipo de producto cinematográfico de los años 40, a medio camino entre el realismo imperante en la segunda mitad de la década (las cámaras salen a la calle, ruedan en aceras, escaparates, plazas y avenidas, penetran en los edificios, se internan en los callejones o pasean por los parques) y la construcción casi artesanal de decorados y argumento en tenso enfrentamiento directo y constante con la oficina del Código de Producción de Joseph Breen, es decir, con la censura. Escrita por un equipo de guionistas de primera clase, nada menos que Ben Hecht y el especialista en diálogos Charles Lederer con escenas adicionales terminadas por Philip Dunne, la película se basa en una historia de Eleazar Lipsky, jurista y escritor de origen judío con gran experiencia en los ambientes judiciales, policiales y políticos de Nueva York, que volcó sus experiencias en la historia de Nick Bianco (Victor Mature), un criminal de circunstancias que, arrepentido pero íntegro, se convierte en un soplón solamente cuando la vida de sus hijas pequeñas se ve amenazada.

Nick, junto a otros dos matones, atraca una joyería exclusiva situada en el piso 24 de un rascacielos. En la huida, herido por la policía, es capturado y, después de negarse ante el fiscal (Brian Donlevy) a delatar a sus compinches, es confinado en el penal de Sing Sing junto a Tommy Udo, un gañán encerrado por delitos violentos. Allí tiene conocimiento del suicidio de su esposa y del desamparo de sus hijas pequeñas, internadas en un orfanato. Es por eso que Nick cambia de idea y se apresta a hacer un trato con el fiscal para la delación de sus camaradas, a fin de obtener una libertad condicional que le permita hacerse cargo de sus hijas junto a Nettie (Coleen Gray), la joven que las cuidaba y de la que se ha enamorado. Nick delata a Pete Rizzo, que por lo visto mantenía una relación con su esposa, para que la policía pueda tirar del hilo y llegar a los demás. Pero sus compañeros de atraco no van a permanecer impasibles, y recurren precisamente a Udo para que acabe con Rizzo (de paso, lanza con gran placer a su madre, inmovilizada en una silla de ruedas, por las escaleras de casa en una secuencia que la censura luchó por suprimir y solo la convicción de Zanuck logró salvar) antes de liquidar a Bianco, que verá en prestar testimonio contra Udo la única manera de proteger a su familia.

El proyecto siempre se vio condicionado por la presión censora. Rechazado el primer guión porque se entendía que presentaba a unas fuerzas del orden incapaces de resolver un crimen sin el concurso de soplones y confidentes, la película navega continuamente entre el hecho criminal y la investigación policial y cierto comedimiento en la presentación del papel policial y judicial, así como un punto complaciente en las implicaciones sentimentales y sexuales de la trama. Así, Bianco solo se enamora de Nettie cuando se esposa se ha suicidado, pese a que Nettie cuidaba a sus hijas desde hacía mucho tiempo; por otro lado, la relación adúltera entre la esposa y Rizzo fue eliminada del montaje final (de estos personajes se habla con frecuencia, pero nunca aparecen), y el suicidio, uno de los peores pecados para el cine clásico, es aludido sin más, y las referencias a él y a la esposa desaparecen milagrosamente de la trama. Por otro lado, el fiscal que interpreta magníficamente Donlevy se erige en una figura comprensiva, paternalista, proclive a dar consejos de índole constructiva y humanista, partidario más de la rehabilitación y de la impartición de justicia que de la venganza violenta o el encono carcelario. Por otro lado, el papel del policía expeditivo y desprovisto de sentimientos, el sargento Cullen (Karl Malden), queda desdibujado, reducido, casi casi obviado. Igualmente, el personaje de Bianco queda mediatizado por el clima vivido en aquella segunda mitad de los 40 en torno a la caza de brujas de Joseph McCarthy, el fenómeno de la delación y la búsqueda por algunos de justas causas para entregarse a ella: Bianco, un tipo que se niega a “cantar” ante el fiscal por lealtad a sus compañeros a pesar de la pena de 20 años de cárcel (y, por tanto, sin ver a sus hijas) que se cierne sobre él, se convierte en delator por una justa causa, es decir, cuando la situación de sus hijas se vuelve precaria y sus antiguos cómplices amenazan su vida y la de los suyos.

Narrada en flashback por la voz de Nettie, la película transcurre en los escenarios reales retratados por la historia de Lipsky: la cárcel del Bronx, el edificio Chrysler, los hoteles, los restaurantes, el palacio de justicia y la cárcel de Sing Sing. Pero además Henry Hathaway deja su sello personal en unas cuantas escenas ejecutadas con maestría a lo largo de los 94 minutos de metraje. En un primer momento, la del atraco mismo, con un angustioso manejo del suspense en la huida de los ladrones en el ascensor, que va parando en cada piso cargando y descargando viajeros hacia la liberadora planta calle mientras, en montaje paralelo, Hathaway muestra cómo el dependiente de la joyería lucha por desatarse y pulsar el botón de la alarma. De igual modo, el clímax final, el enfrentamiento de Bianco con Udo, entre las sombras de su casa o del restaurante, utilizando el sonido y las sombras para conformar una efectiva atmósfera amenazante; del mismo modo, las secuencias de los largos corredores en la cárcel o de la estación del tren. Udo, además de la secuencia de la escalera, protagoniza otro de los momentos memorables de la cinta, su aparición entrevisto por la abertura de las cortinas del restaurante, acércandose a Bianco mientras el público adivina la olla de grillos psicopática que está sacudiendo su cerebro en ese momento. Por último, el magnífico desenlace, en el que Bianco lleva el instinto protector hacia su familia hasta sus consecuencias más drásticas, viene empañado por un complaciente añadido en off, seguramente producto de una concesión a la oficina censora, en el que Nettie relata un epílogo feliz gracias al que Bianco obtiene la merecida recompensa a su “sacrificio” como soplón (la censura no puede consentir que un comportamiento acorde con la legalidad derive en malas consecuencias para el protagonista con el que el público ha empatizado). Pero además, Hathaway maneja con acierto la elipsis. Buena parte de la historia no aparece en pantalla, sino que se deduce del curso de la trama o se menciona más o menos veladamente. Una buena muestra del talento con que el director dosifica la información y su presentación en pantalla es que elude ambos juicios en los que Bianco presta testimonio, en ningún momento la cámara entra en la sala del tribunal o recoge lo que allí sucede. Sin embargo, sus consecuencias se dejan sentir con todo su peso en la evolución de los personajes.

A pesar de contar con el lastre de Victor Mature, probablemente de los peores intérpretes de su tiempo (y que en ningún momento logra quitarse de la cara ese aire de estar oliendo un sempiterno pedo sin saber si es suyo o de otro), la película se eleva gracias a Donlevy y, sobre todo, a Widmark, que se come todo plano en el que aparece. Hathaway narra con fuerza y eficacia una intriga plena de incisión psicológica que combina ese estilo realista del noir de la época con los habituales juegos lumínicos que simbolizan distintos puntos de vista morales. Así, la noche y los entornos lúgubres y tenebrosos vienen sustituidos por un sol luminoso cuando Nick Bianco encuentra junto a su familia la paz y la estabilidad del hogar.


Un clásico ejemplar: El beso de la muerte (Kiss of death, Henry Hathaway, 1947)

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