Hace ya mucho tiempo, a los pocos días de nacer David, oí como mi suegra, hablando con un familiar que le preguntaba que tal había ido el parto, y que tal estábamos David y yo, le decía que yo era toda una madraza, que vivía solo para mi hijo, lo cual no dejaba de sorprenderle porque hasta ese momento me había visto como una cría.
En ese momento yo aún no sabía realmente como iba a ser como madre, pero me alegró mucho la impresión que tenía mi suegra de mi.
Y creo que fué a partir de ese momento cuando empecé a cuestionarme respecto a la maternidad, a pensar en que madre quería ser para mi hijo, en lugar de ir hacia delante, con la venda en los ojos, haciendo lo que hace todo el mundo.
Sé que solo es una frase, pero me removió algo por dentro.
Me hizo enormemente feliz y me llenó de orgullo el que me consideraran una madraza (por usar una palabra). Y me dí cuenta de que, a partir de ese momento, todas mis grandes alegrías y orgullos, siempre guardarían estrecha relación con mi hijo. Porque desde que me quedé embarazada, dejé de ser yo para convertirnos en nosotros.
Y, aunque pueda parecer lo contrario, y se tenga la idea de que el volcarme al cien por cien en mi pequeño hace que me pierda algo por el camino, puedo asegurar que no es así. Porque no es una renuncia, sino algo que me sale de dentro y negarlo sería negarme a mi misma, renunciando a ser feliz plenamente dedicándome en cuerpo y alma a aquello que me llena por completo: compartir cada momento de la vida de mi hijo.