Viviendo en España, uno ya no se sorprende de casi nada, sobre todo porque en este país los casos de corrupción son el pan nuestro de cada día. Obviando las comisiones que muchos políticos han cobrado por favores de diferente índole, ya sea a título personal o para financiar a su partido, los años dorados de la especulación inmobiliaria han llevado a que casi ningún ayuntamiento ni ninguna institución estén a salvo, a poco que se investigue, de haber favorecido negocios turbios al calor del dinero fácil de una burbuja que ha acabado estallando, provocando no pocas víctimas.
Pero el caso de Iñaki Urdangarín es especial, dado que su boda con la infanta le otorgó una posición privilegiada, que él utilizó para dar impulso a unos negocios muy particulares, que él presentaba bajo el paraguas de la Zarzuela. Y ésta es una de las grandes desazones que me provoca la lectura de este libro: ¿la pertenencia a la familia real otorga carta blanca para cualquier cosa? Urdangarín y su socio, Diego Torres estuvieron moviéndose durante años por diferentes administraciones (ayuntamientos, empresas públicas, comunidades autónomas...) como peces en el agua, vendiéndoles humo: unos carísimos informes repletos de perogrulladas y parrafadas presuntamente técnicas y absolutamente vacías de contenido, pero que todos pagaban religiosamente, sin oponer la más mínima resistencia. De todas maneras, se trataba de dinero público y el Instituto Noos venía avalado nada menos que por la infanta Cristina y un asesor de la Casa Real. Este párrafo es especialmente descorazonador, porque confirma que seguimos viviendo en un país caciquil:
"En aquella época, además, decir no a un miembro de la Casa del Rey era complicadísimo, un riesgo que pocos querían correr, un acto de audacia suprema. Había que echarle muchos redaños a la cosa para dejar con un palmo de narices a Urdangarín o cualquier otro integrante de la primera familia de este país."
También hubo excepciones. Pascual Maragall supo decir no a la oferta del Instituto Noos y Jorge Valdano, director deportivo del Real Madrid en aquella época, declinó amablemente el delirante ofrecimiento de Urdangarín y su socio de llevar personalmente los fichajes del Real Madrid. Pero, como digo, eran excepciones. Al parecer, era difícil resistirse y si ello sucedía era por el temor de contrariar a la más alta institución del Estado, que, por cierto, ayudó a Urdangarín, por mucho que ahora se quieran olvidar estos episodios, facilitándole contactos, como la entrevista en Zarzuela con Camps y Barberá, que derivaría en uno de los grandes negocios de Noos: la celebración de unas conferencias en Valencia sobre deporte y patrocinio, cuyas facturas se abultaron hasta unos límites realmente pasmosos. Los detalles fueron publicados por todos los periódicos del país y analizados en todas las televisiones.
El modus operandi del Instituto Noos era sencillísimo: como se suponía que era una entidad sin ánimo de lucro, Urdangarín y Torres crearon una serie de sociedades cuyo único objetivo era emitir facturas con el fin de que los beneficios de Noos se convirtieran en presuntos gastos. Todo muy básico, nada de sofisticación: el yerno del Rey se creía intocable. Y en cierto modo lo era, puesto que nadie se atrevió a denunciar sus prácticas y sólo fue imputado cuando el juez Castro creó una pieza separada dentro del caso Palma Arena y fue tirando del hilo hasta desbaratar toda la trama (lo cual no fue excesivamente difícil, dado que al duque de Palma ni siquiera se le ocurrió destruir los documentos más comprometedores).
Está bien que Iñaki Urdangarín sea procesado como un ciudadano cualquiera, pero hay detalles en este caso muy representativos de cómo funcionan las cosas en este país. Por un lado, como se ha dicho, que este individuo se moviera durante años por todas las administraciones enseñando sus credenciales reales para llevarse cuanta más cantidad de dinero público, mejor, es algo lamentable. Pero esto sólo fue posible por ese miedo endémico a contrariar al monarca, que debía saber más o menos lo que traía entre manos el marido de su hija y dejó hacer. Cuando las cosas fueron demasiado lejos, se mandó a Urdangarín a un exilio dorado a Estados Unidos como alto ejecutivo de Telefónica. Otra cacicada más, que le ha salido bastante cara a la compañía, pues la presencia de este personaje en su organigrama ha tenido como resultado la pérdida de muchos clientes, lógicamente indignados por este hecho. Además, la infanta, implicada hasta la médula en las actividades de su marido, ni siquiera va a declarar como testigo, por lo que eso de que todos somos iguales ante la ley sólo llega hasta la familia política del monarca. A los familiares directos, hay que dejarlos en paz. Y eso que la infanta ha renunciado a divorciarse, a pesar de las presiones recibidas en este sentido. Quiere estar con su marido hasta las últimas consecuencias y apoya el discurso de éste cuando proclama su más absoluta inocencia contra todas las evidencias.
Desde luego, la historia que cuenta este libro, tan de plena actualidad que las últimas informaciones que comenta tienen pocas semanas de antigüedad, no ha acabado todavía. Podría decirse que falta el colofón final, el juicio, lo más interesante. ¿Se atreverán a meter en la cárcel a Urdangarín? ¿Habrá indulto si esto sucede? Desde luego la vida de este personaje daría para una buena novela, modelo de un género picaresco que nunca ha muerto del todo en España. El libro de Indra y Urreiztieta constituye una lectura apasionante (a pesar de que desde un punto de vista estrictamente literario sea mejorable) puesto que realiza una radiografía detallada de que cómo han funcionado las cosas en este país durante algunos años, cuando el dinero fluía alegremente y quien no se enriquecía rápidamente era porque tenía que espabilar. La desmesurada ambición de Urdangarín en realidad es el reflejo amplificado de los sueños de no pocos ciudadanos de este país, eso es lo más triste.