A veces la única diferencia entre una galería de arte, una tienda de electrodomésticos y un supermercado está en el precio y tamaño de las bolsas.
El arte se ha degradado tanto que ha asumido las características propias de un producto industrial. Su código de barras es la firma del autor. Reducir la obra de arte a la condición de objeto de consumo y a la facultad de bellas artes en una fábrica de superfluas excentricidades es la más apoteósica victoria del capitalismo. Supone desarmar al enemigo y convertir su humillación en una caja de caudales. Un circo donde se expone impúdicamente la indignidad del vencido.
Cada vez resulta más difícil encontrar a un artista de éxito con verdadera hondura y honradez intelectuales en su hacer y pretensiones. Lo que abunda es una jauría de fantoches que han trepado al Olimpo aupados por la propaganda en lugar de por las musas. El arte ha dejado de ser la punta de lanza de la utopía para transformarse en la insustancial y decadente materia de los sueños opiáceos. Ha perdido la fuerza intelectual y revolucionaria que lo legitimaba como un arte noble para convertirse en una sandez tasada, en puro fuego de artificio: ruidoso, superficial e inofensivo. Los premios y becas que conceden entidades financieras e instituciones gubernamentales son prueba incontestable de su mercantilización. E inventos como ARCO lo confirman: las flechas se disparan al aire con espuma, sin hierro ni diana. Y las que hacen pupa se descartan.
Como consecuencia directa de esta enervación del arte, éste ya no produce belleza intemporal sino belleza efímera de uso y consumo que se desgasta a la velocidad de los muebles con los que hace juego. El ritmo lo marca el gusto chabacano de sus propietarios bailando pachanga. Su poder estético es irrisorio: ni embellece lo que de por sí no es bello en un ejercicio de sublimación estética, ni retrata directamente las cosas bellas ni es capaz de crear belleza.
En mi opinión son tres las causas que han contribuido al aniquilamiento de su función embellecedora. La primera es la falta de talento, que ha empujado a muchos artistoidesa imitar hasta la saciedad obras que en su día tuvieron su aquél, pero cuya repetición cansina ha terminado por desdibujarsu fórmula estética, haciendo de las infinitas variaciones obras sin fuste. Carecen de la sal y el picante de las originales. La segunda causa es porque se ha impuesto una absurda corriente que toma por modelo lo feo y monstruoso sin más reivindicación que el enfermizo morbo. Y el tercer y decisivo factor que ha contribuido a esta degeneración es la alianza entre la ambición económica del artista (a menudo la única que tiene) y la democratización del arte, que empuja a que se pinte al gusto del que tiene mal gusto, hasta el punto de que es imposible saber quién buscó la fealdad adrede y quién la halló sin pretenderla. Y es que la moda guía el pincel con la misma fatalidad con que la estupidez exhibicionista guía la aguja del sastre.
¡Pero tranquilos, no se me sulfuren, que no los meto a todos en el mismo saco! Sé que en el arte moderno hay excepciones y justo es reconocerlas. Hay monos, gatos y hasta caballos con unas envidiables dotes pictóricas y un éxito abrumador…
La segunda función, que en mi opinión es la más importante, es la crítica. Y el fracaso de ésta es mucho más dramático. Por función crítica entiendo el retratar la fisionomía del mundo y los seres que lo habitan con tan sagaz ingenio que se obligue al espectador a reflexionar sobre las grandezas y miserias humanas, inspirándole el deseo de sanear el planeta. Pero los pocos artistas encumbrados que poseen esta capacidad, agradecidos como perros sumisos a quienes de laurel los han colmado, no muerden la mano que les da de comer. Están demasiado entretenidos en masajearse el ombligo como para luchar contra la barbarie que los rodea. Mientras no sean ellos los asados en la parrilla transigen con el infierno.
Aunque el mercado imponga sus reglas con mordaza y la mayoría de los artistas se plieguen a su ley para anclarse a toda costa a la órbita del éxito, no faltan sin embargo soldados a la causa. Es más, son una verdadera epidemia los artistoides que toman la denuncia como bandera. El problema es que al faltarles talento y sobrarles hambre de pandereta, la denuncia suele rozar casi siempre lo esperpéntico y ridículo, cuando es que no cae directamente en la payasada. El resultado, aun pudiendo ser buena la intención, es contraproducente: lejos de espolear un sentimiento de elevación espiritual mueven a risa o remueven el estómago sin más. Y las carcajadas y los vómitos jamás han movido montañas ni cambiado legislaciones. El arte reivindicativo, sin un fuerte componente intelectual que lo sustente, es pura banalidad.
¡Qué admiración despiertan, comparadas con esta moderna bazofia, las grandes obras maestras que además de exhibir una belleza estética inapelable están impregnadas de sutiles mensajes que en su día desafiaron al poder establecido mofándose de él en sus narices! Jugándose el pellejo por amor al arte. Más nobleza creativa, imposible.
El arte moderno, en cambio, ha preferido mamar plácidamente de la corrompida y superficial leche cultural y ética de Occidente a partirse la cara heroicamente contra gigantes y molinos; ha preferido pastar como cordero en las verdes y artificiales praderas a escalar las cumbres solitarias que, no nos equivoquemos, son las únicas elevadas.
Sí, el mal de nuestro tiempo es la maldita enfermedad de las formas. ¡Qué civilización tan estúpida que sólo ha consistido en divinizar las formas todas, desde las artísticas hasta las políticas y económicas, sin penetrar lo más mínimo en la hondura de las esencias!
Que sean felices…