Un cuento de Muhsin Al-Ramli

Publicado el 30 junio 2010 por Esteban


NARANJAS Y CUCHILLAS EN BAGDAD

Nadie puede estar sentado en el último asiento y a pesar de ello oler el sudor de los sobacos del conductor del autobús excepto al mediodía de un verano bagdadí, cuando el aire llamea, los cerebros bullen y el pasajero del asiento de al lado dice: ¡Esto es el infierno! El asfalto de las calles se funde y los chicos lo arrancan con los dedos en forma de bolitas del tamaño del huevo de un pajarito, las mastican como chicle gratuito tras escupir al principio tres veces para quitar el sabor de las ruedas de los coches, del humo de los tubos de escape y de las meadas de los perros abandonados. Después se alejan en el espejismo, que aquí rodea cada criatura a treinta metros a la redonda, y se convierten en siluetas de colores como golpes de brocha de un pintor que piensa que cualquiera de sus chorradas es modernismo o pos. Después los chicos desaparecen en los callejones o entre las puestos de madera de los vendedores de garbanzos y remolachas en la plaza donde paran los autobuses que no tienen acondicionadores de aire, porque el gobierno impone a las fabricas exportadoras a que quiten el aire acondicionado para que el pueblo no se acostumbre al lujo mientras estemos en guerra.
Aquí sólo los eucaliptos son verdes como las banderas de las tumbas de los santos y las temperaturas nunca superan los 49 grados en la radio, y esto no ocurriría si no hubiera una cláusula olvidada en la “Constitución Real” que se remonta a la época de los ingleses, que da a la gente el derecho a no moverse si el termómetro llega a los 50 grados. Mientras, el mercurio del termómetro de mi dormitorio, que traje del Rastro de Madrid en un viaje estudiantil, no baja de los 67 grados. Según mis amigos está estropeado, ¿No escuchas la radio? Prefiero creerles y nos conformamos con tenerlo como recuerdo colgado en la pared, con el mercurio entre el torero, a la derecha, y la gordita bailarina de flamenco sacudiendo su vestido, a la izquierda.
Mi cerebro se cuece en el último asiento del autobús y lo único que quiero es llegar al Departamento de la Nacionalidad antes de que salga el funcionario que me prometió ayer, al cabo de un mes entero de reiteradas entrevistas, que dará por terminado mi trámite para obtener un duplicado de mi extraviado DNI. Luego volveré a mi casa y me echaré en la cama sin mirar mi termómetro español, después de quedarme diez minutos con la ropa encima bajo la ducha. Me duele el hueco de la cabeza cada vez que rebota el autobús en los baches que dejaron los chicos en el asfalto. Entonces la cojo entre las manos para que no se agite el aceite de mi cerebro dentro del cráneo. Empiezo a pensar en algo que no sea el sueño de llegar, retrasado por este atasco, vuelvo a buscar un hilo narrativo para coser con él las imágenes de un relato que hace un año que quería escribir con el nombre de Cuchillas. Recupero lo que ya tenía preparado empezando por mi recuerdo de la primera cuchilla de afeitar que conocí. Pues, cuando éramos niños nadábamos en la orilla del río sin darnos cuenta de cómo pasaba el mediodía los días de agosto, nos olvidábamos del sol, del tiempo y de las bofetadas de los profesores mientras pasábamos el tiempo resbalando por una bajada de barro suave a la que dábamos forma con nuestros traseros echando agua al surco para que se pareciera a los toboganes del parque de atracciones. Subíamos a lo alto del surco y nos sentábamos al borde de la bajada y nos deslizábamos por el barro hasta que nos arrojaba riéndonos al río. Nos reíamos cada verano, cada agosto, cada día hasta que se peleó Yamil con Yamal y escondió una mina en nuestro tobogán en forma de una cuchilla de afeitar. La hincó a escondidas en el barro, no resaltaba más que el filo y dijo: Para demostraros que he hecho las paces de verdad con Yamal, hoy le cedo mi primer turno para que baje primero. Les aplaudimos riéndonos, pero Yamal pegó un grito al bajar al agua teñido de sangre, ya que le vimos salir a la orilla mirándose el trasero y vimos con él la herida fina que subía desde el tobillo del pie izquierdo hasta la nalga.
De pequeño, jugando con las niñas de los vecinos, vi a Suád convenciendo a su hermana Saadía para que se cortara el flequillo recto como las actrices de las fotografías. Saadía aceptó después de quitarse de la cabeza la idea del posible enojo de su madre y Suád se fue y volvió con una regla, un peine y una cuchilla de afeitar. Sentó a Saadía sobre un bidón de aceite vacío. Le peinó el cabello de la frente y puso la regla en el centro e hizo una línea apretando la cuchilla y Saadía gritó, vimos la fina roja línea antes de que la cubriera con las manos y corriera llorando a su madre que estaba en la cocina.
Miré a una niña que estaba en brazos de su madre, sentada en los primeros asientos del autobús. La niña miraba estupefacta a un hombre negro que se sentaba en el centro. Mi cerebro se cocía en el último asiento del autobús. ¿Cómo podría juntar las imágenes de las cuchillas? Como aquella que me contó la mujer de mi tío del segundo día de su boda, cuando a media noche les salió un dedo por una ventana que había encima de la cabecera de la cama. El dormitorio de los novios estaba iluminado por una vela situada en la esquina y ellos no conciliaban el sueño fácilmente por causa del olor del incienso hindú y el mutuo descubrimiento del gozo del contacto con el cuerpo del otro. Dejaron de tocarse y se pusieron a observar el dedo mirón que intentaba mover la cortina de la ventana, mi tío lentamente quitó la mano del pecho de ella y la extendió hasta el cajón de la mesilla de noche para coger una cuchilla. Y en un rápido movimiento con la otra mano cogió fuertemente el dedo y le apretó la cuchilla diciendo: Para que mañana sepamos quién es.
Espero alcanzar al funcionario que frecuenté durante medio mes. Él me repetía cada día que mañana se acabaría mi trámite y tendría mi DNI: “Sólo te falta un papel”. Y a mí me falta desde hace un año la trama para unir todas las imágenes del relato. Incluso la historia de los miserables que vi en “el Barrio de Al-Fadl”, sacaban de debajo de la lengua, de entre los labios inferiores y los dientes cuchillas de afeitar, con las que se herían los unos a los otros al pelearse jugando al dominó. Y quisiera tener lugar para la expresión de mi madre: “me callaré como un tragacuchillas”, que repetía cada vez que mi padre le impedía dar su opinión sobre la boda de las chicas. La niña seguía mirando detenidamente al hombre negro; mi vecino de asiento al fondo del autobús dijo secándose el sudor que le chorreaba por la cara: ¡Esto es el infierno... el infierno rojo! Le contesté: Sí, es un verdadero infierno. Y añadí para mis adentros: Y la guerra también lo era. Y me distraigo del mediodía de Bagdad que me cuece el cerebro buscando un hilo narrativo que una todos mis recuerdos sobre las cuchillas en un relato, hasta aquellos de los días de la guerra, como cuando Husham el pastor cortó el pito rojo a uno de los perros de otro pastor. No estaba solo sino que lo vieron todos los soldados que estaban conmigo en el tanque en la retaguardia del frente. Nadie esperaba que Husham hiciese eso porque le conocemos bien, sencillo y tierno se acercaba todos los días con sus cabras para pacer en la hierba de la ladera de la colina donde escondíamos en lo alto el tanque, excepto el cañón, después de pringarlo con barro para que no lo viesen los aviones atacantes. Husham pasaba con nosotros largas horas tomando el té y nos llenaba un cubo de leche de sus cabras y nos contaba su amor hacia su prima y las bodas de su pueblo que veíamos muy pequeño desde la colina, pero cuando lo veíamos con los prismáticos del tanque veíamos claramente cada detalle, las ventanas, los hornos y ataderos de los burros, incluso las gallinas buscando gusanitos y granos de cebada bajo las patas. Podíamos ver de noche a través de los prismáticos nocturnos del tanque y nos enterábamos de las fiestas de boda de su pueblo que nos detallaba él al día siguiente. Una tarde los perros copularon mientras hablaba. Se juntaron sus perros y los perros de otro pastor que pasaba el tiempo con los soldados del otro tanque en la colina contigua. Todos olfateaban el trasero de su perra y se ladraban entre sí, todos querían montarla hasta que ganó el negro, el más fuerte de los perros del otro pastor. De repente, se levantó Husham y fue corriendo bajando la colina hacia los perros. Pegó al negro con el bastón y con los pies hasta que consiguió bajarle del lomo de su perra, pero éste seguía unido a ella por detrás, el órgano rojo colgaba entre las patas traseras hasta el orificio de la perra, y cada uno miraba en dirección contraria al otro y aullaba bajo los golpes de Husham que no conseguían separarlos. “Porque la perra cuando copula tiene de costumbre agarrar con mucha fuerza el órgano del macho” nos explicó después, al subir hacia nosotros con el rojo miembro del perro negro sangrando, todavía latiendo, y entre los dedos de la otra mano la cuchilla de afeitar.
La otra imagen de los días de la guerra es de cuando avanzamos a las primeras líneas del frente después de un ataque que cubrió la tierra de cadáveres que se hincharon hasta reventar los uniformes militares. De madrugada, antes de la llegada del Oficial Inspector, Dauúd buscaba un sitio adecuado donde fijar su espejo, que no era más que un fragmento en forma de triángulo de un espejo grande. Lo puso en el escudo del tanque y al lado el plato del agua y el trozo de jabón, pero no se sintió a gusto afeitándose de pie. Quería sentarse. Dio dos vueltas con los útiles de afeitar en las manos y al hombro una toalla sucia. No encontró un sitio donde sentarse y poner su espejo triangular como quería, entonces se dirigió a un cadáver cercano, tiró de la barba del muerto, le abrió la boca y fijó el borde del espejo entre los dientes y se sentó sobre el pecho del cadáver, poniendo el plato de agua y el trozo de jabón enfrente y las piernas a los dos lados.
Repitió mi vecino de asiento: ¡Esto es el infierno rojo! Mientras la niña se había soltado de los brazos de su madre sentada en la parte delantera del autobús, de donde venía el olor de los sobacos del conductor. Vino andando hacia nosotros, la cabeza llegaba a la altura de los asientos y llevaba una naranja en sus manos, entonces yo me dije: porqué no dejo la idea de escribir un relato con el título Cuchillas y escribo otro con el título Naranjas, es un bonito título, una bonita palabra. Repetía a gusto: Naranjas, Naranjas. Cuando la niña se había acercado al hombre negro, ella empezó a tocar su brazo y mirar a su manita, le frotaba la cara y volvía a mirar su manita, ¿se había teñido? Después, al callarse todos, le dijo: Tío..., ¿por qué no tomas yogur? Nos reímos todos, incluso el hombre negro, el gordo que estaba a mi lado y el conductor. La madre llamó a su hija: ¡Ven que ya hemos llegado! Nos bajamos y me dirigí al Departamento de Nacionalidad que queda en la periferia de la ciudad. Subí las escaleras hasta la quinta planta porque el ascensor estaba averiado, llegué hasta el funcionario jadeando y empapado de sudor. Le di el papel que me dijo ayer que faltaba. Revisó mi expediente y dijo: Todavía te falta otro papel. Le dije enojadísimo: Pero hermano, ¿por qué no me dijiste desde el principio cuáles son los papeles requeridos en vez de machacarme con ir y venir todo este tiempo? Se levantó tranquilamente de su mesa, cambió la posición de sus gafas y me dijo: ¡Ven! Me llevó a la ventana y añadió: ¿Ves eso? Miré y le dije: ¡Es un cementerio, son muertos! Entonces me dijo: Todos ellos no finalizaron su trámite..., murieron antes de completar los papeles requeridos... Pues, ¿por qué estás tan molesto, hermano?

Cuento perteneciente a su próximo libro de relatos.
Más información en: Muhsin Al-Ramli