EL FINAL, POR AHORA
Se despertó tendido sobre la nieve. Lo cual no le pareció en absoluto extraordinario. Ni triste, ni desolador, ni peligroso, ni nada. Para despertar sobre la nieve, sólo es necesario haberse quedado dormido en la nieve. Despertar no requiere de ningún valor, y es algo que se hace, por así decirlo, naturalmente, y antes de que se presenten las circustancias, como se presentan los fantasmas en las noches de insomnio, se está a salvo, tranquilo, elegantemente tendido en el puente que separa las noches de los días, los muertos de los vivos. El lugar en el que se despierta ya no le pertenece al sueño, de igual manera que esta orilla del río ignora la naturaleza de la otra. Ni siquiera la nieve resulta entonces extraña, ni siquiera el frío que ha construido un esqueleto de hielo en su interior, levanta sospechas. El sol de invierno le quema los párpados cerrados y el bosque que aún no ve, se agita alrededor. Si tan sólo pudiera concederse un segundo más de paz, pero sabe que ya ha amanecido. Como si fuese la cosa más normal del mundo, se palpa la chaqueta, da con el bolsillo en el que están guardadas sus gafas oscuras, y con un gesto mil veces repetido, que en cambio carece en ese instante de recuerdo, al menos de recuerdo consciente, se planta las gafas en la cara. Y sólo después, abre los ojos y al segundo, se levanta. Sobre la gran explanada cubierta de nieve, no hay más rastro que el que acaba de dejar su cuerpo. Sus huellas, si las hubo, se han borrado, y alrededor, como había intuido, se extiende el bosque. No había imaginado, sin embargo, ni por supuesto recordado, la carretera, pero entre los árboles ve ahora claramente pasar los coches y hasta escucha sus motores, algo que hace un instante no estaba allí. Sucede a veces, que sólo percibimos la conversación de alguien sentado muy lejos de nosotros cuando vemos como se mueven sus labios. El mismo principio rige los micrófonos direccionales, que han de ser apuntados, con los ojos, hacia su verdadero objetivo, para poder así escuchar el sonido de las cosas que por fin vemos. Sin dudarlo, camina hacia la carretera, lo cual le dice algo de su condición. Un hombre que camina hacia el interior del bosque, está huyendo, y sin embargo, un hombre que camina hacia la carretera, seguramente sólo piensa en volver. A su pesar, ya ha empezado a reconstruir su historia. Sabe también, y de eso es consciente mientras camina por la nieve, que no es el suyo uno de esos casos de amnesia que animan de cuando en cuando las páginas de los periódicos y que a menudo construyen las tramas de las novelas de misterio con un mecanismo infantil y engañoso. No basta con esconder la receta para convertir un guiso vulgar en una comida memorable. Así que, por lo pronto, se alegra al comprobar que sólo está ligeramente aturdido, y que recuerda bien quién es, por más que aún no esté dispuesto a ponerse un nombre.
Si pudiera tomar un café antes de empezar con esto, se dice, sabiendo que es lo primero que se dice esta mañana, mientras sus pasos sobre la nieve le acercan a la carretera. A través de los últimos árboles ve por fin el coche, aunque sabía que iba a estar allí, como supo antes dónde estaban sus gafas de sol, porque recuerda el accidente, y se recuerda a sí mismo con tanta claridad, como recuerda qué esconde cada uno de los bolsillos de su chaqueta.
El coche está embarrancado en la nieve y la mujer que esperaba encontrar está aún dentro. Antes de mirarla no sabe –no porque no lo recuerde, sino porque no lo sabe– si está viva o muerta. Sí sabe, en cambio, que es preciosa.
El coche es negro, elegante, como lo son los coches de los demás. Uno de esos coches que se conducen desde el asiento de atrás, dando instrucciones. Un coche que no es conducido por uno mismo, sino por un deseo, y un poder, adquiridos con anterioridad. Un coche que de alguna manera anda solo, y de cuyo accidente nadie es del todo responsable. Como el coche de Lady Diana, que avanzaba por un camino ajeno, conducido por un extraño, llevando dentro una desgracia que ya no era sino la proyección de una ambición previa, condenada a entrar en conflicto con las más retorcidas circunstancias.
Lo que más le extraña cuando se asoma a su interior no es encontrarla a ella viva, durmiendo plácidamente, sino la ausencia del chófer. Tal vez haya muerto, se dice, o tal vez haya ido a pedir ayuda, o tal vez, el chófer sí ha perdido la memoria tras el golpe, y camina por el bosque sin rumbo. Aunque también puede ser que el chófer no sea del todo inocente, que estuviera bebido y que no tenga la menor intención de aparecer nunca más.
Ella, es más hermosa aún de lo que recordaba y su vestido de niña tímidamente escotado, ligeramente marinero, sus largas piernas, su boca entreabierta, su pelo rubio desparramado en exquisito desorden sobre el asiento trasero, le reafirman en algo que ya intuyó al despertar sobre la nieve. Algo de lo que ahora está convencido; un segundo antes de este lamentable accidente, él era un hombre feliz, y afortunado.
Ella, y esto lo recuerda muy bien, le dijo al menos una vez, te quiero. Pero ahora, ella tiene los ojos cerrados y está aún dormida, así que no sabe qué pensar. No puede asegurar que vuelva a decirlo.
Durante largo rato contempla el accidente, y a la mujer que duerme, como quien se detiene en un cruce y contempla su sombra caer, dividiéndolo todo en dos opciones exactas, entre el desastre y la oportunidad. Finalmente abandona la carretera, y se adentra en el bosque.
Y sus pasos sobre la nieve ahogan también un “te quiero”, que en su caso, y de eso al menos sí está convencido, no será el último.