Érase una vez que un alférez del arma de Infantería, junto con un sargento de su misma promoción, destinados en el acuartelamiento de Montejaque, en unas lejanas fechas de los años 1.965, fue designado como Oficial de la guardia de prevención para el último día de estancia campamental; día de emociones por la despedida de los futuros alféreces en la plaza de armas y de adiós de los futuros suboficiales, y día de un general “hasta luego” de todos los compañeros que habían convivido los últimos tres meses.
De esta manera, la guardia de la puerta principal de entrada y salida a y del campamento (la llamada “guardia de prevención”) estaba resultando muy laboriosa, porque marchaban muchos milicios con maletas y querían entrar familiares civiles de los militares para recogerles.
Nuestro alférez, y su sargento en la misma guardia, se esforzaron por mantener el orden en las entradas y salidas, pero no podían evitar el pequeño caos que la situación estaba produciendo.
De manera imprevista apareció por la guardia el Teniente Coronel segundo jefe, quien al ver el barullo y desorden que se había formado, reprendió al Oficial responsable, y a voz en grito le ordenó que se considerase arrestado hasta nueva orden junto con el
Sin osar ni siquiera replicar, el alférez se resignó a no dejar el campamento al término de su servicio de armas, y se sintió frustrado al ser sancionado por una situación ciertamente incontrolable.
Y así llegó el siguiente día, y a éste le sucedieron muchos más; el campamento ya había quedado prácticamente desierto, y solamente se escuchaba a lo lejos a unos soldados de las fuerzas auxiliares recogiendo material y desmantelando instalaciones.
Pero el Teniente Coronel sancionador no aparecía más, y el alférez y todos los militares que integraban la guardia no se atrevían a dejar sus puestos, por lo que, aún con comida escasa, fueron sobrellevando los días hasta caer en una especie de estupor, fruto del cansancio, de la desnutrición y del desánimo.
Incluso los fríos invadieron la zona y el grupo, acobardado, se refugió como pudo en las nada acogedoras instalaciones del cuerpo de guardia, donde todos quedaron al fin profundamente dormidos.
Al cabo de un tiempo, y de forma repentina, sonó una voz potente, de mando, de orden, que preguntaba a todos si no se habían percatado del día y la hora que eran.
El súbito despertar permitió a los soldados, sargento y alférez de la guardia vislumbrar que era anochecido y que llegaba una luz como de lejos.
Se aproximaron a hurtadillas al lugar, temerosos por un posible abandono del servicio, y contemplaron que la luz en su origen había tomado la forma de una estrella de seis puntas y posaba sobre una especie de cuna con un niño con aspecto de recién nacido, y a su lado cuidándole una joven y bella mujer, acompañada de un hombre de cierta edad, cabellos bastante blancos, que les inquirió con voz potente qué querían.
Los visitantes, absortos por el hallazgo, no podían ni responder, pero ese hombre les dijo: ¡Venid hasta aquí, que el Niño Dios acaba de
Al tiempo sonaban unas cítaras que parecían interpretar un himno que coreaban unas voces como angelicales.
Cayeron postrados todos ante el Niño, cuando sonó un estridente toque de corneta interpretando la diana floreada.
¡Era el toque de diana de un día tan singular como el de la despedida de Montejaque!, que se escuchaba al tiempo en que nuestro alférez, frotándose los ojos con incredulidad, revertía a la realidad, mientras el capitán de cuartel presente le espetaba autoritario: ¿Usted alférez quiere quedarse aquí hasta Navidad, o qué pretende?
La respuesta le surgió espontánea: “No, mi capitán; que ya he vivido felizmente mi Navidad en Montejaque.”
me contó un compañero de la promoción siguiente a la mía; y por lo que tiene de singular y por lo apropiado para estas fechas navideñas, así traslado la historia.
¡Ojalá vuestras guardias, servicios y desvelos en esta vida alcancen la Navidad para siempre!
SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA