En esta ocasión, la "sorpresa" pudo atribuirse a la diferencia notable entre la cifra avalada por la Iglesia y la confeccionada por el Indec que, al subestimar sistemáticamente la tasa de inflación, insiste en que apenas el 15,2% de los habitantes de la zona metropolitana es pobre, conforme a las pautas que reivindica. Aunque a esta altura ni siquiera Guillermo Moreno tomaría en serio las estadísticas oficiales, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, como todos los anteriores, quiere hacer pensar que está librando una batalla exitosa contra la pobreza, razón por la que no le gusta ser informado que en este ámbito poco ha cambiado desde la década de los noventa.
Ya resulta tradicional dar por descontado que en la raíz del problema gravísimo planteado por el hecho de que una proporción elevada de la población está sumida en la pobreza, cuando no en la indigencia, está el egoísmo de quienes más tienen y que por lo tanto la solución consistiría en redistribuir el ingreso para que la sociedad sea más equitativa. También lo es achacar la falta de "justicia social" a la voluntad presuntamente mala del gobierno de turno: si sus adversarios lo califican de liberal, se debería a su supuesta propensión a anteponer los números a las personas; si es populista, sería porque entiende que, por motivos electoralistas, le conviene que haya muchos pobres. Sin embargo, a juzgar por la experiencia tanto de nuestro país como de muchos otros, superar el desafío planteado por los bolsones de pobreza, sobre todo cuando son tan grandes como los del Gran Buenos Aires y, desde luego, las provincias del interior, requerirá mucho más que la solidaridad gubernamental.
Aunque los planes sociales, los subsidios de diversa clase y los programas para urbanizar asentamientos precarios, hacer disponible una atención médica adecuada y escuelas públicas son importantes, a menos que los pobres mismos hagan un esfuerzo correspondiente, sólo se tratarán de paliativos que a lo mejor sirvan para mantener el statu quo. Sin una "cultura del trabajo" y un compromiso personal con la educación, muy pocos lograrán salir de la extrema pobreza "estructural", es decir, permanente que se prolonga generación tras generación; como señalan los autores del informe presentado por Cáritas, son muchos los jóvenes que no estudian ni trabajan, lo que constituye una forma de darse por vencido desde el vamos. A lo sumo, la sociedad, a través del Estado y organizaciones no gubernamentales, puede brindar oportunidades a los pobres, pero a menos que estén dispuestos a aprovecharlos ningún sistema benefactor, por generoso que fuera, podría modificar mucho.
Siempre habrá algunas personas que por distintos motivos serán incapaces de valerse por sí mismas, pero es cuestión de una minoría reducida. Sin embargo, en nuestro país se cuentan por millones los pobres que en otras circunstancias hubieran podido ganar lo suficiente como para vivir con dignidad, pero que en efecto se han resignado a la marginación, en parte por la influencia de una cultura en la que parece natural afirmarse víctima de la maldad ajena y en parte porque son muchas las trabas de todo tipo que tienen que enfrentar los emprendedores en potencia que procuran abrirse camino. Hasta ahora, han fracasado casi todos los esfuerzos tanto por cambiar las actitudes de los reacios a asumir responsabilidad por su propio destino, como por eliminar las dificultades concretas que contribuyen a frustrarlos, ensayados por una serie de gobiernos de origen partidario y planteos ideológicos muy diferentes. Los resultados decepcionantes de los distintos programas han servido para recordarnos que no hay soluciones mágicas y que reducir a proporciones menos angustiantes la pobreza en nuestro país exigirá el aporte no sólo de políticos deseosos de llamar la atención a su propia solidaridad, sino también de una multitud de empresarios y educadores más interesados en conseguir mejoras concretas que en merecer la aprobación de los votantes.
Fuente: rionegro.com.ar