Sí, apreciado lector. Ha vuelto a suceder. ¿Me siento o no me siento? ¿Telediario o ignorancia? ¿Calorcito o fresquito? ¿Seguro o inseguro? ¿Gasolina o no? ¿Solo o acompañado? La cosa, amigo, está clara: me he ido a tranquilear solo, como un campeón. Que me voy, que agarro la chupa, que camino hasta el aparcamiento, que la veo, que la quito la seguridad, que me pongo el casco, que arranco... joder.
Y comienza la sinfonía que se te mete en el alma por dos horas, esa sinfonía que dura toda la tarde, esa sinfonía que compartes con los campos recién arados, esa sinfonía que se pierde por las montañas azules del norte. Y vas a setenta o a ochenta. Da igual. Vas.
Y en el ir está la vida del silencio porque, aunque la sinfonía sigue su rumbo de monotonía, tú te buscas solo y te encuentras. Y ese rato de soledad buscado se parece al primer trago de esa cerveza casi congelada que quedaba en la parte de atrás de la nevera y que no se veía a simple vista. Esa soledad se parece a ese descubrimiento inesperado.
Estar solo un rato, pero también estar dentro un rato. No es eso de buscar la soledad para que te dejen en paz, sino buscar y encontrar la soledad consciente que te permite sentarse en el poyo de tu vida a ver pasar la gente. Lo buscas, lo encuentras, te sientas y contemplas, en silencio, lo que llena tu vida. Distingues lo bueno de lo malo y aprecias lo mejor de todo, que es lo que quieres a tu gente y lo que tu gente te quiere.
Y ya está. No hace falta más. Bueno, hace falta volver, hace falta no perder la cara al toro en ningún momento, hay que ir dentro de la ley y hay que mantenerse bien alejado de tus límites y de los límites de la moto. Llegas a casa y ya está.
Esta ha sido la superaventura. Setenta kilómetros por caminos de rutina envuelto en el fresco de la tarde de este octubre otoñal. Nada. Todo.