Un día en la escuela infantil

Por Y, Además, Mamá @yademasmama

¿Qué madre o padre no ha dicho eso de qué a gusto vería a su hijo en clase por un agujerito? Poco antes de las vacaciones de Semana Santa, pudimos pasar un día en la escuela infantil con nuestro hijo y todos sus compañeros. Fue una experiencia preciosa que hizo que tuviéramos una idea más clara y cercana de lo que hacen allí los pequeños de entre dos y tres años toda la mañana.

Por más que te cuenten otros qué se hace entre esas cuatro paredes (las andereños o educadoras y los otros niños, porque el nuestro no cuenta mucho), nada como ver algo con tus ojos para entenderlo perfectamente. Pero sobre todo, fuimos testigos de que la escuela infantil funciona tan bien como un reloj, que un niño en casa parece un terremoto pero allí uno más o menos ni se nota, y que no tienen ni un segundo para aburrirse.

Hubo momentos en los que apenas pudimos contenernos la risa al verles cantando y bailando en un corro, lanzarse pan rallado por la cabeza (precisamente la niña del pelo más largo) o robarse juguetes disimuladamente mientras el otro niño se despistaba. Llegamos a mordernos la lengua para no reírnos o para no interceder por ese juguete perdido. No habría parado de sacar fotos en toda la mañana, pero allí estábamos de testigos y no de protagonistas, haciendo verdaderos esfuerzos por no lanzarnos a jugar con ellos y romper el ritmo de la escuela.

Vigilándoles sin ser visto.

 La escuela se abre durante ese día para los padres de un niño (o dos, si se separan en grupos) para estar presentes en un día de escuela infantil. Pasamos una mañana con ellos, -además la del viernes, por lo que el ambiente era aún más festivo, o al menos así lo vivimos nosotros- desde la entrada hasta que salen del comedor. Ya nos habían advertido que la siesta la haríamos en casa, porque habría sido imposible que se durmiera en su colchón con sus amigos delante de nosotros y después de la mañana de excitación que llevaba.

La jornada comenzó con un taller de pan rallado, una actividad en la que las andereños les preparan todo tipo de cucharas, vasos y recipientes de todos los tamaños para que hagan trasvases con el pan rallado de una mesa a otra. Un taller de concentración, precisión y juego libre que a mi hijo le encanta (meter y sacar, para qué quiere más). Le costó meterse en harina, por los nervios de que estábamos allí, y después no había quien le quitara sus herramientas cuando el resto se cansó y querían cambiar de actividad. Allí pudimos verlo en su salsa, sin perder la sonrisa y sintiéndose inmensamente feliz y protagonista, por tener en un mismo espacio a sus profesoras queridas, sus amigos y los juegos que más le gustan.

Un protagonismo que las andereños cuidan mucho: el niño al que van sus padres a ver elige canción en el corro y reparte los platos y cubiertos a sus compañeros en la hora de la comida. Es increíble como estas pequeñas acciones les hacen sentirse orgullosos. En el momento del almuerzo descubrimos que al enano le encantan las canciones y que sabe bailarlas muy bien, algo que apenas había dejado ver en casa.

Corría de un lado a otro llamándonos y cogiéndonos de la mano, como si no llegara a creerse que no nos íbamos a ir de allí en cualquier momento. Pudimos verle con sus amigos, jugando en el patio y luchando por los correpasillos. Nos aguantamos la risa cuando uno de sus amigos se lanzó a besarle con todas sus fuerzas tres veces seguidas, demostrándole un cariño que desconocíamos, y cuando ese mismo niño salió en su defensa persiguiendo a otro que acababa de robarle una cámara de fotos que usan de juguete. Una faceta diferente de nuestro hijo que no se ve en casa y que nos da pistas también de su carácter.

En el comedor de la escuela infantil.

Paella y san marinos de pescado, y apenas sobró.

La mañana terminó después del comedor, uno de los ratos más divertidos y en los que pudimos ver que allí se da de comer a grupos de seis niños como si nada, mientras que en casa no hay comida que termine sin leche o agua derramada y sin discusión. Una vez más, nos sorprendimos al ver que, si creíamos que nuestro hijo era una bala comiendo, hay otros muchísimo más rápidos, y que todos se manejan como adultos con los cubiertos de mayores.

La mañana se pasó volando y se nos hizo tan corta que nos quedamos con ganas de más. Vivimos el cambio de pañal y los momentos en los que se lavan las manos antes y después de la comida, instantes en los que se cuida mucho el trato personal con el niño y que aprovechan para fomentar que sea más autónomo. Pero lo que más me gustó es ver cómo, a pesar de que no habla, con su expresiva cara lo dice todo y con el lenguaje gestual se maneja perfectamente.

Una experiencia en la que disfrutamos muchísimo como padres y presenciamos cómo ha llovido desde aquel periodo de adaptación hace ya siete meses.

¿Habéis tenido la suerte de participar en esta experiencia?