Como cada mañana me he despertado sin ayuda de ningún reloj, a las 7 en punto. Lo primero siempre es ir a dar los buenos días a Diego, mi hijo. Él me regala una de sus sonrisas, que me dan la fuerza suficiente como para poner un pie detrás de otro.
Me monto en el coche y empiezo a recorrer el camino de la urbanización en la que los más privilegiados se esconden y juegan a ser felices. Algunos, incluso juegan con su felicidad. Al salir, la otra realidad, distante a pocos metros. Miro a través de la ventanilla medio tintada, como un espectador que ya ha visto la película, como una Doña ante un escaparate en reformas. Las casas son de madera y chapa, las ventanas solo son las ausencias de los escasos ladrillos que dan una consistencia que no llega ni a estar en entredicho. En el umbral, un grupo de niños juega, semidesnudos unos y a medio vestir otros. Dan volteretas imposibles, ríen y alborotan con el agua. Un perro les hace los coros, ya habrá día para engañar al hambre. Un par de miradas furtivas se fijan en mí. Me observan con una curiosidad que me recuerda que no soy de aquí, bajo la mirada y siento como cada día soy más de ninguna parte.
El cielo está entristecido, pero no acaba de romper a llorar. Ya lo hará. La época de lluvias está cerca, y con ella los tifones, y con ellos las desgracias que apenas ocuparán unos segundos en los telediarios de aquel lugar en el que quiero creer que todavía está mi hogar.
Parece que volvemos a movernos. Varias construcciones a ambos lados de la carretera me sirven de almanaque. Echo cuentas, un año y seis meses ya. A veces parece que no es nada, otras sin embargo, cada segundo pesa como una condena. No es la primera vez que tengo esa sensación, ni será la última.
El camino se va perdiendo entre trigales y centros comerciales. Algunos negocios locales han ido ganando terreno al verde paisaje, gasolineras y puestos de chatarra sobre todo. Minuto a minuto, los campos de trigo y sus fornidos huéspedes de largos cuernos van redecorando mis vistas. En medio de un extenso campo de arroz hay una casita, de esas de hojalata y tejado de madera, que solo está acompañada por una vencida palmera. Siempre digo que merece una foto, pero la luz no me convence hoy. Quizás soy yo el que no convence. No muy lejos está aquel árbol al que un día me acerqué. Ya entonces me pregunté qué camino siguieron mis pasos hasta llegar a este preciso momento. La respuesta espera entre las bambalinas de este teatro de polichinelas y arlequines. Mientras, conviene recordar que la vida es sueño…
Al otro lado, cientos de gallos presumen de los pinceles que decoran sus plumas. El edificio contiguo, una especie teatro de los horrores, les espera para decidir en pocos segundos, quién volverá a despertar al sol y quién no.
Por fin llego al puente, allí están las dos niñas, como siempre. La más pequeña mi mira y sonríe, yo le devuelvo el saludo. Es nuestra forma de darnos los buenos días y recordar que las sonrisas son gratuitas, aunque cueste un mundo encontrar una excusa.
Unos enormes bueyes blancos que arrastran unas carrozas llenas de objetos de mimbre, cruzan en nuestro camino.La primera vez que los vi me impresionaron, hoy apenas les echo un segundo vistazo. Perder la ilusión es perder al niño que llevo dentro. Ahora está dormido, profundamente.
Nos adentramos en Cavite, el pueblo donde está la fabrica en la que trabajo. Todos los pueblos aquí me parecen iguales, las casas, las tiendas con nombres españoles, los coches, los jeepnies, las personas…todas menos un viejo sin dientes ni casi pelo, que cada mañana se sube en un cajón de madera para recitar en una lengua que cuanto más oigo más extraña me parece. Al doblar la esquina puedo adivinar ya el cementerio del pueblo, los niños juegan en el, las mujeres tienden la ropa mientras los hombres, perenes y aburridos miran a otro lado. La muerte aquí está muy presente y nadie se esconde, mas al contrario, juegan con ella, que se lo digan a los pobres gallos.. Atravieso el cementerio, la fuerza de la costumbre me hace olvidar como han ido cambiando mis paisajes a lo largo de estos años. Lo grotesco se ha confundido con lo peculiar hasta hacerlo mundano, pues es también de este mundo, al que ya no intento adivinar el sentido. Es el que tiene que ser, aunque llueva a destiempo y brille el sol en el momento más insospechado y oportuno.
Llego al trabajo después de más de una hora de viaje. Abro la puerta de un despacho al que no me acostumbro a llamar mío, como todos los lugares a los que voy, como todo lo que hago. Quizás, simplemente, no haya un lugar para mí, por mucho que me empeñe en recorrer el mundo de cabo a rabo. Siempre estoy de paso…
Doy a los cuatro interruptores que hacen que la habitación se ilumine. Me pongo mi mascara de jefe raro que viene de muy lejos. En realidad siempre llevo una máscara. Realmente, sólo soy yo cuando estoy solo. Ya sé que no soy el primero en decirlo, pero tan cierto es para él como para mí. Enciendo el ordenador y comienzo de nuevo.
Mario Jiménez