Desde el principio del film, uno sabe o intuye que es pura cáscara la actitud conciliadora de los dos matrimonios reunidos para resolver un incidente entre sus hijos. Los espectadores ajenos a los anticipos y/o sinopsis promocionales lo adivinan enseguida, ante el episodio de la corrección de la pequeña crónica que tipea una de las madres.
El desacuerdo sobre la elección de una sola palabra anuncia el duelo verbal que mantendrán las parejas enfrentadas: por un lado los anfitriones Penelope y Michael Longstreet (Jodie Foster y John C. Reilly); por otro lado, los invitados Nancy y Alan Cowan (Kate Winslet y Christoph Waltz). Los amagues de interrumpir el encuentro enseguida delatan su condición de recurso narrativo pensado para dinamizar un relato cicunscripto a casi un solo espacio (el living de una casa) y sujeto a cierta ilusión de tiempo real.
Esta coreografía de falsas despedidas libera un primer indicio de artificiosidad reforzada luego por las actuaciones, en especial por la de Foster. Decididamente, la impronta teatral se revela indeleble.
La constatación admite dos opciones: o bien reconocemos la adaptación fallida y nos imaginamos espectadores de la obra original (en su medio natural), o bien nos aferramos a la esperanza de que a la larga Polanski sepa tallar una versión realmente cinematográfica. La primera apuesta permite disfrutar del texto de Reza, sobre todo a quienes compartimos su mirada crítica respecto de la burguesía, y celebrar la reaparición de Waltz (que muchos no veíamos desde Bastardos sin gloria); la segunda deriva en desilusión irreparable.
Los espectadores desencantados rechinan los dientes ante una dirección de actores excesivamente marcada que afecta mucho a Jodie y que subraya la ponencia ideológica del texto. Un dios salvaje les parece un título típico de Hollywood antes que un trabajo digno del experimentado Roman.