--¿Está usted casada?- preguntó la voz a Carla, cambiando a un tono más urgente.- - Lo estuve –contestó ella, con la misma frágil y tenue amargura que empleaba siempre que se refería a su pasado matrimonio.- - Geneviève y yo fuimos muy felices en esta habitación. Nuestro amor fue sublime, perfecto, superlativo, esplendoroso… Y ahora que te he reencontrado, Geneviéve, volverá a serlo. Tú no lo sabes, pero ya me amas.Carla trató de revelarse al fantasma empleando argumentos sólidos:- ¿Cómo voy a amarte, si ni siquiera puedo verte, ni tocarte?-Eso es una pequeñez. Puedo hacer cosas. De momento, he mejorado tu manera de cantar… ¿No te has dado cuenta?-La que cantaba no era yo –objetó Carla.-Sí eras tú. Puedes hacer más cosas de las que imaginas, ahora que estoy contigo. También yo puedo hacer “cosas” que no supones.Carla notó entonces un cosquilleo muy agradable en la nuca, que fue bajando por su espalda y que se detuvo en la cara interior de sus muslos. -¡Enzo!-Espera, querida, esto no es nada…El móvil sonó otra vez. Como movido por hilos invisibles, se elevó de su posición en la mesilla de noche, voló a través de la habitación y salió por la ventana. Carla estaba demasiado extasiada para advertirlo. Pasaron los minutos y las horas pasaron y en la habitación 108 del hotel Regencia podía verse a una mujer enteramente feliz, cuya compañía invisible lo era en la misma medida. Como por casualidad, una leve objeción a su recién adquirida dicha cruzó la mente de Carla:- - Pero Geneviève era gorda, por lo que me has contado, ¡y yo soy delgadísima! ¡No engordo ni a tirones!
- - Querida, eso corre de mi cuenta… Si pudieras, comprobarías que, desde hace un rato, tienes cinco gramos de barriga.