A veces, en mi cabeza ociosa, sustituyo el caballo malaleche por el hiriente enjambre de abejas. No sé qué es más soportable. Si el trote asilvestrado de la bestia, dejado de la mano de quien la vigila, recorriendo las extensiones tristísimas de mi pecho, o el zumbido encabronado de los insectos, libando mi moral, ocupando todo lo que me queda de aire en el cuerpo. Entretengo con estas conjeturas zoológicas el destrozo de mi pecho, que sube y baja como si acabara de subir seis plantas sin pisar los escalones. Nada que en una semana no esté solventado. Nada que el sillón de orejas en el que voy a sentarme dentro de poco no amengüe. Dejaré que me embobalicone la televisión. Seguro que algo inútil y prescindible me restituirá al placer sencillo de no tener nada en que pensar. Definitivamente no me gusta que me colonicen especies ajenas al amor o a la alegría. Así soy de caprichoso.
A veces, en mi cabeza ociosa, sustituyo el caballo malaleche por el hiriente enjambre de abejas. No sé qué es más soportable. Si el trote asilvestrado de la bestia, dejado de la mano de quien la vigila, recorriendo las extensiones tristísimas de mi pecho, o el zumbido encabronado de los insectos, libando mi moral, ocupando todo lo que me queda de aire en el cuerpo. Entretengo con estas conjeturas zoológicas el destrozo de mi pecho, que sube y baja como si acabara de subir seis plantas sin pisar los escalones. Nada que en una semana no esté solventado. Nada que el sillón de orejas en el que voy a sentarme dentro de poco no amengüe. Dejaré que me embobalicone la televisión. Seguro que algo inútil y prescindible me restituirá al placer sencillo de no tener nada en que pensar. Definitivamente no me gusta que me colonicen especies ajenas al amor o a la alegría. Así soy de caprichoso.