Un extraño en Goa, José Eduardo Agualusa

Publicado el 10 septiembre 2013 por Manigna

Título original : Um estranho em Goa
Año de publicación : 2000
Año de la presente edición : Gryphus Editora, 2010


La cobardía casi siempre es la falta de capacidad para suspender el funcionamiento de la imaginación.

Ernest M. Hemingway.
Hay que tener el espíritu de un viajero para gustar de este libro. Quien le encuentre aquel gusto de aventurarse en lugares ignotos sin tener un destino fijo disfrutará esta obra al máximo, acompañando a José –reportero y escritor angolano, muy probablemente el alter ego de José Eduardo Agualusa (Huambo, 1960)- por tierras tan disímiles como son Goa, en la India; una tumultuada Angola; y Corumbá, ese cachito de Brasil en Mato Grosso do Sul, en la difícil frontera con Bolivia, siguiendo el recorrido de Plácido Domingo –vaya nombrecito, homónimo del tenor-, un viejo y recorrido guerrillero, tan misterioso como los lugares por donde pasa, y a donde José seguirá -con el pretexto de buscar historias y personajes para su libro- envuelto en esa aura donde con algo de detectivesco y un poco de magia se deparará con otros personajes igual de sorprendentes, como Lili, la portuguesa quien trabaja restaurando y conservando libros antiguos, quien aún por su condición de extranjera no se amilana a llevar un sari; Lailah, con su lengua hendida en dos a manera de una serpiente, integrante de la obscura secta “Los hijos de Seth”: aunque diferentes entre sí ambas seducen sin proponérselo; Enoque, un viejo quien habla hasta por los codos, vive en una casa atiborrada de libros; Jimmy Ferreira, siempre atento a negociar, aunque se mueva con aparente comodidad entre gente peligrosa no escapará de un trágico final, será quien lo conecte con gente que lucra con reliquias en el mercado negro, entre esas, el corazón palpitante robado del cuerpo incorrupto de San Francisco Javier, atrayendo la morbosa curiosidad de José. 

Pero Agualusa también inserta con acierto en la trama personajes que en realidad existen, algunos tan interesantes como los que aquí él se inventa, como Nagesh Karmali, poeta y defensor de la libertad en Goa; Xanana Gusmão, considerado por muchos un héroe contemporáneo, quien estuvo al frente en la guerra contra la invasión indonesia a Timor Oriental; el Abate Faría, singular monje indio-portugués, pionero en el estudio científico del hipnotismo; Casimiro Monteiro, agente de la PIDE (Policia Nacional e de Defesa do Estado) portuguesa, encargado de eliminar al general Humberto Delgado en la “Operación Otoño” de 1965. Pareciera que Agualusa los incluye brevemente como para que –reconociendo mi total ignorancia acerca de ellos- uno como lector pueda saber más sobre la historia que traen consigo estos personajes que pudieran haber salido de cualquier ficción pero que en realidad forman parte de las particulares historias de diversos lugares. Y todo esto con un fondo musical igual de disímil que va desde Celina González hasta Susana Baca, con citas de Javier Moro, Caetano Veloso y Chabuca Granda, y hasta un escrito algo afiebrado de Aleister Crowley.




José Eduardo Agualusa es una figura literaria con cierto destaque en Brasil pues no es difícil encontrar algún reportaje sobre él, llegando incluso a ser entrevistado en televisión las veces que por aquí aparece para la publicación de algún nuevo libro de su fructífera obra: veinticuatro libros de ficción que van entre el cuento y la novela, hecho por el cual no debería demorar mucho en caer algún libro suyo por este canto.
Lamentablemente no llego a conocer su obra de manera cronológica pues no es tan fácil depararse con sus obras más antiguas, pero aún así no deja ser emocionante poder saber más acerca de la literatura africana, en este caso angolana. Es gratificante ver cómo trae tanto en tan pocas páginas, 147 en total.
Una acertada mezcla de historia y ficción en una trama ágil que además de entretener y enganchar desde un inicio motiva a seguir las migajas que Agualusa va dejando esparcidas en el camino, descubriendo otros senderos que él nos incita a descubrir, algunas historias tan deslumbrantes como su propia ficción. 

Sentada en otra silla, al lado izquierdo de él, Lili se estremeció. Elías surgió en ese momento llevando una bandeja con un juego de té. Se movilizaba sin ruido alguno entre los muebles del salón, antiguas piezas indio-portuguesas, que podrían o deberían estar en un museo. Diríase, una sombra entre sombras. Un ser evanescente, casi invisible, que bastaba cerrar la boca y esconder el marfil lustroso de los dientes para dejar de existir.

- Sirvanse –dice Plácido Domingo-. Después quiero que vean la casa.
La casa, entiéndase, es aquella fastuosa sucesión de salones y corredores: un palacete del siglo XVII, de dos pisos, ociosamente ubicada en un paisaje de ensueño. La biblioteca ocupa uno de los salones y aún tres extensos corredores. El grueso de la colección son libros del siglo XIX adquiridos por el abuelo de Plácido Domingo, médico de renombre, entre los cuales resalta un ejemplar de la famosa tesis del Abate Faría: De la cause du sommeil lucide ou étude de la nature de l’Homme, publicada en Paris en 1906.
- Mi abuelo se interesaba por el hipnotismo –explicó el viejo mostrándonos el libro-. Mi papá, médico como su padre cultivaba el mismo interés. Y claro, yo también, heredé eso de ellos. ¿Ya vio la estatua de nuestro Abate Faria? 


El monumento al Abate Faria en Pangim fue inaugurado en 1945. Representa al hipnotizador con los brazos extendidos, con las manos rígidas, y una mujer echada en el piso, a sus pies, en pleno trance, a lo que en Angola es llamado de xinguilamento (1).
Plácido Domingo me contó que cuando las tropas indias entraron en la ciudad en 1961, acabando con quinientos años de dominio portugués, el nuevo gobernador quiso demoler la estatua: “¡Dónde se ha visto –dicen que exclamó- que un padre dé una golpiza a una mujer!”. Sinceramente, es lo que parece. 
El escritor inglés Richard Burton ciertamente no extrañaría encontrar en Goa un monumento a la violencia doméstica. En Goa and the Blue Montains, un clásico de la literatura de viajes, cuenta que paseando por Pangim escuchó de repente un terrible griterío.
- ¿Qué sucede? –preguntó alarmado al guía. ¿Están matando un cerdo?
- No es nada señor. Debe ser algún cristiano golpeando a su mujer.
- ¿Es ésa una diversión común en Goa?
- Sí, definitivamente.
“Primero un caballero castiga a su esposa, y luego otro, y después otro”, escribe Burton, acrecentando: “A juzgar por el clamor, las consortes no reciben esas medidas disciplinares con la misma paciencia y sumisión de las damas de occidente. En verdad, es una lucha prodigiosa que se traba en el sosiego de los lares de Goa, y según creo, ambas partes lo practican con idéntico vigor y regocijo.”
Estas deben ser una de las pocas cosas que cambiaron en Goa desde que Burton pasó por aquí hace unos ciento y cincuenta años, o tal vez él haya exagerado. Lo cierto es que no he escuchado aún nada que pareciese con un desentendimiento doméstico. También puede ser que el ruido de los motores y las bocinas, invenciones que no existían en la época del aventurero inglés eclipsen por completo el fragor de los combates. Recuerdo, a propósito, que el Padre Francisco de Souza en Oriente Conquistado, defendió la práctica del satí (2) –la inmolación voluntaria de las viudas hindúes en las piras funerarias de los maridos- con el argumento de que esta costumbre constituía una “refinada política para conservar la vida de los maridos contra las traiciones de las mujeres, que a cada paso los mataban con malicia.”
Casi me pierdo: vimos, pues, el palacio. Los corredores enmarcados en una tibia luz. Salones verdes, de un verde marino, cuartos violetas, azules, con muebles pertenecientes a un tiempo muerto hace mucho. Candelabros de Bélgica, mármoles italianos, loza de la Compañía de las Indias, hermosa vajilla en porcelana china cuyos platos tenían la imagen de un dragón azul.
- Las personas aquí en Anjuna –comentó Plácido Domingo- acostumbraban decir que la casa es tan grande que si alguien disparase un tiro desde una extremidad la bala no llegaría a la otra.
Una balcón se abre sin aviso sobre un paisaje eterno: arrozales se extienden hasta perder la vista, la curva de un rio (papayales, cuyo perfume entra por las ventanas).
A mí me impresionó en particular el salón de baile. Me llamó la atención un enorme espejo –“vino de Venecia”, me dice Plácido Domingo, “y habla”- soportado por una gruesa moldura, dorada y tallada. Me busqué en él sintiendo que me echaba sobre un lago. No encontré rápidamente mi imagen. Había algas en el fondo, sombras, tal vez pasando grandes peces, y después, sí, allá estaba mi rostro, retorcido, verde, como el de un ahogado. Lili me jaló de un brazo: “Vamos…” –susurró- “…no caerás allí adentro.”(1) Opté por dejar esta explicación pues no viene en el libro: Xinguilar : Palabra angolana que significa entrar en trance en un ritual espiritual, generalmente ligados a los cultos nativos de los ancestrales Nkisi y Mukisi.
(2) Esta sí viene en el libro, y es la siguiente:
No resisto a citar una descripción de la ceremonia en Navegação do capitão Pedro Álvares Cabral escripta por hum piloto portugués: “Por igual a todas las personas casadas, al morir, les hacen una gran cavidad en donde son quemadas; sus viudas se visten lo más elegantemente posible, y acompañadas de todos sus parientes, y con muchos instrumentos y hojas, van hasta la oquedad, y bailando alrededor de ella como cangrejos se dejan caer dentro estando la cavidad llena de fuego. Los parientes prestan mucha atención, y alineados con ollas de aceite y manteca, y en cuanto ellas caen dentro les derraman encima aquel contenido para que se enciendan aún más rápido.”
Páginas 47 a 50


El narrador escucha este tema (pág. 21) que en realidad es un poema de César Vallejo, musicalizado por el cantautor cubano Noel Nicola, e interpretado por Susana Baca

Tema subido por Carlos David Salas Ojeda