Siempre he admirado a los autores que pueden dominar, con naturalidad y maestría, el género negro: misterios, amenazas, dudas, incógnitas y uno que otro vaso con tres dedos de whiskey mientras se eleva el humo de un cigarrillo. Hablo de ese puerto en el que se dan la mano el género policial con el thriller, la novela de aventuras y el realismo urbano, y que suele contar con algunos de los personajes más complejos y de perfiles más insospechados del repertorio universal: el clásico tipo duro al que la desgracia ha convertido en lobo solitario y que, aparte de drogarse o meterse tremendas rondas de escocés, ha perdido toda esperanza y sigue en el business porque no le queda de otra, no se le ocurre qué más hacer o anda expurgando algún pecado que le atormenta por las noches. Personajes que, en resumidas cuentas, despiertan en nosotros una rara mezcla de compasión y respeto que, a la larga, no nos puede generar otra cosa que el deseo de ser como ellos. Pero eso no es todo; más bien, apenas una de sus partes. Siempre he pensado que lo más importante del género "negro" es, definitivamente, el ambiente en el que se desarrolla la trama: ese ambiente algo sórdido, algo viciado, que no hace más que hacernos pensar en encender cigarrillos y servirnos escoceses y mordernos las uñas mientras hacemos apuestas mentales acerca de quién pueda ser el malo maloso. Y no me cabe la menor duda, tampoco, de que hay un nombre que brilla por la agudeza de su genio a la hora de crear este tipo de ambientes: hablo, sin más rodeos, del magistral Roman Polanski. Todos los buenos cinéfilos recordarán esa obra maestra que fue Chinatown, y que es (cómo dudarlo) una de las cumbres del cine negro. Cada uno de sus minutos encaja tan bien con los otros, cada diálogo y cada mirada están tan bien puestos en el lugar correcto, que realmente no queda de otra que admitir la perfección de la obra, sobre la que flota este ambiente fascinante y oscuro, suburbial y resignado, deprimido y resacoso. Y el final, que el que lo recuerde estará de acuerdo conmigo, debe ser uno de los mejores de la historia del cine. Polanski, pues: un pedazo de genio que ha sabido hacer lo suyo. Siempre lo pensé así, y jamás se me ocurrió dudar de su talento ni de su buen ojo; por eso mismo, ahora me toca preguntarme en qué carajo pensaba cuando hizo su última pleícula, The ghost writer. Al que no sepa de qué va la película, pues trata de un político muy popular y muy conocido que ha escrito unas memorias sin tener la más remota idea de cómo se escribe un buen libro de memorias, por lo que contrata una editorial para que le mande un escritor fantasma, uno de estos sujetos que escriben libros por encargo pero cuyos nombres no aparecen en la portada. Y, en el preciso instante en que empiezan a trabajar en el libro, empiezan los problemas: acusaciones contra el político este que relacionan su nombre con algunas escenas de torturas. Y no digo más, porque siempre he pensado que no hay que andar resumiendo las películas en las reseñas (el que tenga ojos, que vea la película), pero sí diré un par de cosas, una buena y otra mala.La buena es que en esta película, como en las otras, Polanski nos hace notar el genio de su toque personal. Los personajes, las situaciones y, sobre todo, el ambiente, están a la altura de cualquiera de sus obras maestras, y se la puede jugar a mentener atento al público con un thriller de una calaña muy distinta a las usuales (piensen, si quieren, en las novelas de Benjamin Black - seudónimo, como todo el mundo sabe, de John Banville). Así que, hasta aquí, la cosa marcha bien, y la película va para arriba, en un crescendo lento pero seguro y firme. Lástima que todo se vaya por la borda: lo malo es que el final es una gutural estupidez, y te hace pensar que las expectativas que cuanto has visto hasta ese momento te han generado se vuelven en tu contra para patearte el culo. Casi parece una mala jugada, en serio. Porque es una cosa increíble: cómo tres o cuatro minutos pueden echarse abajo toda una película que, además, marchaba bien. Porque lo digo así de llanamente: no hay nada de rescatable en el final de la película, y pocos "misterios" han tenido una resolución más patética, simplista y poco pensada en toda la historia conjunta del cine y la literatura. ¿Vale la pena ver la película? Esa debe ser la única pregunta que queda por contestar antes de concluir esta nota. Pues ya les digo: de no ser por el final, es una película que se vende a precio de oro. Pero, dado su género, un mal final implica que la estructura general de la obra se tambalea y cae, y nos quedamos con un sabor muy malo en la boca. No me arrepiento de haberla visto, es verdad; pero tampoco la vería de nuevo, ni la recomendaría al que me preguntara por alguna buena película reciente. Saque cada cual sus propias conclusiones, pues. Y eso sí: nadie deje de ver Chinatown (ahí les dejo el trailer). Ese piropo sí se lo hecho a Polanski, quien, pese a todo, no deja de ser un maestro, aunque sus resbalones guionísticos nos tengan que doler tanto.
Siempre he admirado a los autores que pueden dominar, con naturalidad y maestría, el género negro: misterios, amenazas, dudas, incógnitas y uno que otro vaso con tres dedos de whiskey mientras se eleva el humo de un cigarrillo. Hablo de ese puerto en el que se dan la mano el género policial con el thriller, la novela de aventuras y el realismo urbano, y que suele contar con algunos de los personajes más complejos y de perfiles más insospechados del repertorio universal: el clásico tipo duro al que la desgracia ha convertido en lobo solitario y que, aparte de drogarse o meterse tremendas rondas de escocés, ha perdido toda esperanza y sigue en el business porque no le queda de otra, no se le ocurre qué más hacer o anda expurgando algún pecado que le atormenta por las noches. Personajes que, en resumidas cuentas, despiertan en nosotros una rara mezcla de compasión y respeto que, a la larga, no nos puede generar otra cosa que el deseo de ser como ellos. Pero eso no es todo; más bien, apenas una de sus partes. Siempre he pensado que lo más importante del género "negro" es, definitivamente, el ambiente en el que se desarrolla la trama: ese ambiente algo sórdido, algo viciado, que no hace más que hacernos pensar en encender cigarrillos y servirnos escoceses y mordernos las uñas mientras hacemos apuestas mentales acerca de quién pueda ser el malo maloso. Y no me cabe la menor duda, tampoco, de que hay un nombre que brilla por la agudeza de su genio a la hora de crear este tipo de ambientes: hablo, sin más rodeos, del magistral Roman Polanski. Todos los buenos cinéfilos recordarán esa obra maestra que fue Chinatown, y que es (cómo dudarlo) una de las cumbres del cine negro. Cada uno de sus minutos encaja tan bien con los otros, cada diálogo y cada mirada están tan bien puestos en el lugar correcto, que realmente no queda de otra que admitir la perfección de la obra, sobre la que flota este ambiente fascinante y oscuro, suburbial y resignado, deprimido y resacoso. Y el final, que el que lo recuerde estará de acuerdo conmigo, debe ser uno de los mejores de la historia del cine. Polanski, pues: un pedazo de genio que ha sabido hacer lo suyo. Siempre lo pensé así, y jamás se me ocurrió dudar de su talento ni de su buen ojo; por eso mismo, ahora me toca preguntarme en qué carajo pensaba cuando hizo su última pleícula, The ghost writer. Al que no sepa de qué va la película, pues trata de un político muy popular y muy conocido que ha escrito unas memorias sin tener la más remota idea de cómo se escribe un buen libro de memorias, por lo que contrata una editorial para que le mande un escritor fantasma, uno de estos sujetos que escriben libros por encargo pero cuyos nombres no aparecen en la portada. Y, en el preciso instante en que empiezan a trabajar en el libro, empiezan los problemas: acusaciones contra el político este que relacionan su nombre con algunas escenas de torturas. Y no digo más, porque siempre he pensado que no hay que andar resumiendo las películas en las reseñas (el que tenga ojos, que vea la película), pero sí diré un par de cosas, una buena y otra mala.La buena es que en esta película, como en las otras, Polanski nos hace notar el genio de su toque personal. Los personajes, las situaciones y, sobre todo, el ambiente, están a la altura de cualquiera de sus obras maestras, y se la puede jugar a mentener atento al público con un thriller de una calaña muy distinta a las usuales (piensen, si quieren, en las novelas de Benjamin Black - seudónimo, como todo el mundo sabe, de John Banville). Así que, hasta aquí, la cosa marcha bien, y la película va para arriba, en un crescendo lento pero seguro y firme. Lástima que todo se vaya por la borda: lo malo es que el final es una gutural estupidez, y te hace pensar que las expectativas que cuanto has visto hasta ese momento te han generado se vuelven en tu contra para patearte el culo. Casi parece una mala jugada, en serio. Porque es una cosa increíble: cómo tres o cuatro minutos pueden echarse abajo toda una película que, además, marchaba bien. Porque lo digo así de llanamente: no hay nada de rescatable en el final de la película, y pocos "misterios" han tenido una resolución más patética, simplista y poco pensada en toda la historia conjunta del cine y la literatura. ¿Vale la pena ver la película? Esa debe ser la única pregunta que queda por contestar antes de concluir esta nota. Pues ya les digo: de no ser por el final, es una película que se vende a precio de oro. Pero, dado su género, un mal final implica que la estructura general de la obra se tambalea y cae, y nos quedamos con un sabor muy malo en la boca. No me arrepiento de haberla visto, es verdad; pero tampoco la vería de nuevo, ni la recomendaría al que me preguntara por alguna buena película reciente. Saque cada cual sus propias conclusiones, pues. Y eso sí: nadie deje de ver Chinatown (ahí les dejo el trailer). Ese piropo sí se lo hecho a Polanski, quien, pese a todo, no deja de ser un maestro, aunque sus resbalones guionísticos nos tengan que doler tanto.