Luis Britto García
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Un fantasma recorre Europa. El hombre que ha matado tantos hombres ahora mata el tiempo en un
pub en Soho, catando apenas la cerveza tibia que es un espectro del revoltoso ron que tanto contrabandeó por el Caribe. Para el viejo continente y el anciano bucanero empieza el otoño. La vejez y el frío calan desde la piel curtida al corazón endurecido. Es el momento de recapitular sobre una vida más retorcida que la estela de una nave conducida por un timonel novato. Capitán electo de una comunidad de filibusteros en Barataria. Indultado por el presidente James Madison por su defensa de Nueva Orleans contra la invasión inglesa. Corsario en virtud de patente expedida por los patriotas independentistas de la Gran Colombia. Oficialmente difunto, pues para disfrutar en paz de recuerdos bien ganados y botines mal habidos fingió su propia muerte en 1823. Como quien lleva una bitácora, Jean Lafitte
anota en su diario: “Siempre me he sentido inquieto, insatisfecho y he ansiado un cambio universal de la actitud del hombre hacia el hombre. Personalmente nunca he pasado hambre ni sentido necesidad alguna, pero jamás he sido como mucha gente que se contenta con vivir entre cuatro paredes, sin interesarse en lo que ocurre más allá de su horizonte”.
2
Un cambio en la actitud del hombre hacia el hombre es precisamente lo que predican a gritos los escandalosos muchachos que frecuentan el pub. El más apuesto de ellos traza apresurados bocetos con retratos de los parroquianos. Tiene el pulso nervioso del dibujante y del duelista. En sus modales afables quedan rastros del riguroso calvinismo de sus padres. A pesar de que su elegante vestimenta lo delata como señorito, condena a voz en cuello la situación de la clase obrera en Inglaterra, que parece conocer de primera mano. De compartir las rondas de cerveza que paga el exiliado ha pasado a compartir algunas ideas. Le fascina la democracia filibustera, que elige y depone capitanes y reparte botines con la más rigurosa igualdad. Algún amigo del mozo Friedrich Engels ha comparado el desenfreno del capital que espera una tasa de ganancia de diez por ciento con la audacia de un pirata borracho.
3
Y aquí llega con un manojo de hojas garrapateadas de un
Manifiesto el amigo apasionado, de ojos penetrantes y de ideas acaso más arrebatadoras que sus gestos. Apenas lo escucha, Lafitte queda contagiado. Como escribe luego en su diario, en el derrotero por Europa: “Me encontré con los señores Michel Chevreul, Louis Braille, Augustin Thierry, Alexis DeTocqueville, Karl Marx, Frederick Engels, Jules Michelet, Urbain LeVerrier, Francois Guizot, Louis Daguerre y muchos otros”. Pero sobre todo, anota: “Estoy entusiasmado con respecto a los manifiestos y otras ideas para el futuro, y de todo corazón apoyo a estos dos jóvenes Marx y Engels. Tengo esperanzas y confío que sus proyectos puedan unirse en una doctrina fuerte que remueva los cimientos de las grandes dinastías y permita que sean destruidas, devoradas por las clases bajas”. Por lo cual abre después una cuenta bancaria en París “para financiar a los dos jóvenes Marx y Engels y ayudarlos a hacer realidad la revolución de los trabajadores del mundo. Ellos están ahora trabajando en esto, bosquejando leyes en Alemania, Francia, Bélgica y Holanda. Confío en que la nueva doctrina y Manifiesto derribará a Inglaterra, pues España ahora es débil, (no es imperio). Siempre fue para mí un placer e intención abrazar toda causa por la libertad, el romper y arrebatar reinos a los monarcas”.
4
Dios los cría y las ideas los juntan. Juventud y vejez, armas de la crítica y crítica de las armas. ¿Sabe Jean Lafitte que al financiar la publicación del
Manifiesto Comunista ha encendido la mecha de la andanada que sacudirá al mundo? ¿Anticipa que tras su segunda muerte la autenticidad de su diario será cuestionada y su encuentro conflagatorio motejado de leyenda? ¿Pero, al cumplir sus doscientos años, podría imaginarse más legítima partida de nacimiento para el
Manifiesto que este encuentro fortuito de los primeros comunistas y el último filibustero, quien comprende que los parias del mar, al igual que los de la tierra, no tienen que perder más que sus cadenas?
Escritor, historiador, ensayista y dramaturgo.
brittoluis@gmail.com
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