incrementar exponencialmente la intensidad de cada paliza rozando, día tras día, la fina línea que tantas veces ambos estuvimos a punto de cruzar. Pero el ángel de la guarda en forma de yonqui chivato apareció un martes cualquiera. El mono descontrolado y unos gramos de paz fue suficiente para denunciar al camello del suburbio. No me alegré de su detención, me dio igual, ya tenía la rutina muy asimilada. Pese a todo reconozco que los años siguientes en el centro de acogida fueron simplemente mejores. Jamás miré atrás, y no me arrepiento, aunque verle la cara justo cuando se enteraba de mi nueva profesión hubiera! sido glorioso. ¿Le dolería más la noticia en sí, o las penetraciones anales endosadas en las duchas de la cárcel con un lubricante muy seco: dar por el culo al padre de un poli?... Vuelvo a abrir los ojos suspirando. Apenas me quedan fuerzas. Estoy al límite. La bala en la espalda trabaja a la perfección. Y las ganas de mendigar horas de mísera vida han desaparecido. Me percato del trozo de piel inerte que cuelga del centro de mi cara y respiro profundamente. La muerte no huele a nada.
Texto: Miguel Alayrach Martínez
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