El modelo multiculturalista, base de la política migratoria occidental de los últimos años, ha perdido su relevancia como consecuencia del auge de la xenofobia y el nacionalismo. Un nuevo período posmulticulturalista se ha abierto camino esta última década y presenta debates respecto a cómo incluir de forma óptima las diversas culturas presentes en una sociedad. El futuro de una población mundial cada vez más heterogénea depende de las decisiones que se tomen respecto a la gestión de esta diversidad.
Caminar por Barcelona, París o Lisboa equivale a dar una pequeña vuelta al mundo. Estas ciudades son un crisol de culturas donde cambiar de continente solo supone cruzar a la calle de al lado, atravesar la puerta de una tienda o entrar en cualquier restaurante con mucha hambre y la mente abierta. Viajar sin salir de casa en unos espacios donde coexisten diferentes etnias en paz y armonía. Descubrir países remotos tras los límites del Raval, el Barbès o el Intendente. Sin embargo, esta utopía dista bastante de la realidad: la segregación de las minorías étnicas de la población mayoritaria es tristemente intrínseca a las sociedades actuales.
La oleada de ataques terroristas en Occidente durante la última década y el reciente auge de partidos nacionalistas y xenófobos han dinamitado los ideales multiculturales y dado paso a una nueva etapa posmulticultural sin rumbo aparente, en la que una concepción nacional homogénea choca frontalmente con una sociedad cada vez más diversa y globalizada. Como respuesta a los nuevos retos que el fin del multiculturalismo presenta ha surgido el interculturalismo, anclado en el intercambio y la porosidad de las culturas, que va más allá del simple respeto por las tradiciones ajenas y favorece el contacto entre ellas. Para comprender las necesidades de un nuevo marco de diversidad es necesario entender también las causas que han llevado al multiculturalismo a convertirse en una teoría obsoleta.
Los gajes de una sociedad multicultural
La llegada masiva a Europa de trabajadores de antiguas colonias en la segunda mitad del siglo XX supuso el inicio de las políticas de inmigración modernas. En principio, estas políticas estaban centradas en el alojamiento de los nuevos trabajadores, y es aquí donde surgen los primeros conflictos. Las malas condiciones habitacionales provocaron numerosas revueltas en países como la Francia de los años 60 y 70 como consecuencia de la existencia de bidonvilles, poblados chabolistas donde los inmigrantes eran alojados.
Para ampliar: “La Francia del Corán”, Álex Maroño en El Orden Mundial, 2017
La grave crisis económica de los 70 supuso el fin de la inmigración laboral en tierra europea, y Estados como Francia o Países Bajos comenzaron a implantar una política de reunificación familiar, que puso de manifiesto la necesidad de poner en práctica medidas de integración de los nuevos ciudadanos. La mayor parte del continente apostó por un modelo integracionista y multicultural, lo que fue especialmente relevante en el caso de Francia, tradicional defensora del paradigma asimilacionista, en el que las identidades individuales quedaban relegadas a la esfera privada, mientras que en la vida pública los inmigrantes debían aceptar toda tradición francesa para así convertirse en ciudadanos de pleno derecho.
Ilustración de 1900 del pintor George Dascher para un cuaderno escolar a principios del siglo XX. En la obra se puede apreciar la política asimilacionista francesa: los valores nacionales —representados por la Marianne, encarnación de la República— son impuestos sobre otras culturas consideradas inferiores. Fuente: ASP
El modelo adoptado tras la crisis económica, sin embargo, no estaba basado en la eliminación de las diversas identidades de cada grupo étnico, sino en el respeto y la celebración de las mismas. A pesar de esta tolerancia, muchos críticos del modelo acusaron a los Estados de imponer medidas segregativas a cada etnia, sin favorecer un multiculturalismo real, un respeto sin intercambio en el que las únicas interacciones culturales entre grupos eran meros folclorismos basados en una mercantilización de las tradiciones. En palabras de la periodista británica Yasmin Alibhai-Brown, el modelo anglosajón estuvo caracterizado por las tres eses: saris, samosas y tambores de acero —steeldrums en inglés—, lo que obvia en gran medida problemas estructurales de la inmigración —mayor tasa de desempleo, desigualdad política…— y lleva a la trivialización de la diversidad.
Si bien dicho paradigma ha conseguido resolver problemas específicos dentro de las sociedades occidentales, como la necesidad de un menú de sustitución para alumnos musulmanes o judíos, lo cierto es que no ha sido capaz de transformar las encorsetadas identidades de cada país occidental —enraizadas en la concepción romántica de Estado nación del siglo XIX— en un modelo inclusivo y acorde al siglo XXI. Alemania, Francia o Suecia siguen ancladas en un modelo caduco donde la bratwurst, la quiche o el salmón ahumado no saben apropiarse de las influencias halal o kósher —aquello permitido por los cultos musulmán y judío, respectivamente— y verlas como una parte intrínseca de sus sociedades.
Para ampliar: “Turkey’s Choice: Turks in Germany struggle with integrating”, TRT World, 2017
La crisis económica de finales de la década pasada ha sido el golpe de gracia para esta forma de integración de minorías. Como consecuencia del crecimiento de las tasas de desempleo nacionales, el sentimiento de xenofobia ha aumentado al amparo de la vetusta consigna que culpabiliza al otro, al foráneo y extranjero, de robo de empleos y la precariedad económica.
La creciente xenofobia de la sociedad mayoritaria, así como el acuciante aislamiento de las comunidades migrantes, han acrecentado el sentimiento de alienación de estas, lo que se agudiza especialmente en segundas y terceras generaciones de migrantes. Dicho sentimiento es una de las causas principales del rechazo de estos jóvenes hacia la sociedad de acogida y, en última instancia, uno de los principales motivos del terrorismo.
Para ampliar: “A deadly cocktail of alienation and radicalism fuels terrorism in France”, Vaiju Naravane en The Wire, 2016
La retórica binaria de “ellos contra nosotros”, basada en una concepción identitaria del choque de civilizaciones, es el germen de una deriva asimilacionista dentro del paradigma multicultural. Los atentados terroristas de los últimos años refuerzan esta retórica nacionalista, que se centra en probar la incompatibilidad entre islam y valores occidentales y democráticos. Los partidos de extrema derecha como el Frente Nacional francés o el Partido por la Libertad neerlandés llevan años esgrimiendo estas consignas, ahora adoptadas por partidos tradicionalmente moderados.
Un ejemplo claro de esta islamofobia institucionalizada es la postura adoptada por el ex primer ministro francés, el socialista Manuel Valls, que pretendía prohibir el uso del velo musulmán en las universidades del país. Su propuesta se asienta en la ya existente prohibición del uso del velo en las escuelas públicas francesas, medida adoptada en 2003 por el conservador Jacques Chirac como consecuencia de la ajustada elección presidencial que llevó a Jean-Marie Le Pen a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. La estrategia Prevent del Gobierno británico también ha recibido fuertes críticas por favorecer la dicotomía entre ellos y nosotros, así como la racialización de la sociedad. Ambas iniciativas parten de una retórica claramente asimilacionista, lo que reafirma el fin del multiculturalismo como medida mayoritaria de gestión de la inmigración.
Respuestas a un mundo posmulticultural
El fracaso integracionista, plasmado en la peor situación económica de los migrantes y sus descendientes, así como la creciente retórica islamófoba y nacionalista han supuesto el fin del paradigma multicultural en el mundo occidental. El debate se centra por lo tanto en cómo dar respuesta a las demandas de unas sociedades cada vez más heterogéneas — ancladas en un modelo caracterizado por la superdiversidad, en palabras del sociólogo Steven Vertovec— mientras se trata de mantener cierta homogeneidad cultural intrínseca a los estados, cuyas fronteras han sido construidas bajo la premisa del estado-nación.
Una de las respuestas a esta superdiversidad es la vuelta de las políticas asimilacionistas, desdeñadas en la segunda mitad del siglo pasado por xenófobas y supremacistas. Donald Trump es el mayor exponente de este cambio en materia de gestión de la diversidad: la total asimilación de los valores estadounidenses por parte de los nuevos ciudadanos no solo se impone por motivos de seguridad —miedo a la creación de sociedades paralelas dentro de un mismo país—, sino por preservación de una cultura homogénea. En un mundo cada vez más globalizado, donde las identidades individuales son cada vez más flexibles, el miedo a perder la identidad nacional —“one nation under God” (“una nación bajo Dios”), como reza su juramento a la bandera— azuza respuestas simplistas que pretenden hacer grande de nuevo una sociedad que ya no es, ni será, la misma de antes.
Para ampliar: “There is a better way to help immigrants assimilate”, Mike Gonzalez en Time, 2017
A pesar del maremoto nacionalista, la política migratoria del futuro no solo depende de marcos asimilacionistas vetustos. El creciente contacto entre culturas y tradiciones ha favorecido el desarrollo de una nueva visión sobre la gestión migratoria: el interculturalismo. Basado en la necesidad de la cooperación y el contacto como mecanismo para alcanzar la igualdad y en oposición al multiculturalismo, este acercamiento inclusivo trata de favorecer el desarrollo de una cultura heterogénea en vez de separar las diferentes minorías étnicas de una región en grupos aislados. Como consecuencia de dicho contacto, los estereotipos y prejuicios sobre cada grupo étnico se reducirían, a la vez que aumentaría el conocimiento de las diferentes culturas que conforman un territorio.
Para ampliar: “Interculturalism in the post-multicultural debate: a defence”, Ricard Zapata-Barrero, 2017
Esta teoría no solo propone un cambio de perspectiva respecto a la gestión de la diversidad, sino también un cambio en la escala. Ya que las realidades de cada comarca son diferentes, así como los diferentes grupos culturales que la conforman, el interculturalismo defiende la implantación de dichas políticas desde lo local. Así, el Consejo de Europa ha desarrollado un proyecto llamado “Ciudades Interculturales” con el que pretende favorecer la inclusión de las diferentes tradiciones y culturas, además de favorecer la identidad pluralista dentro de un marco igualitario.
Numerosas ciudades ya se han adherido a esta iniciativa europea, adoptada también por socios extranjeros —Montreal, Ciudad de México, Ballarat, Rabat o Hamamatsu—, lo que demuestra el compromiso internacional con el interculturalismo. Barcelona y Copenhague son dos de las urbes más comprometidas con la política intercultural, que queda patente en las múltiples iniciativas en pos de la cooperación y el diálogo promovidas desde ambos consistorios.
Para ampliar: “La ciudad intercultural paso a paso. Guía práctica para aplicar el modelo urbano de integración intercultural”, Consejo de Europa
La ciudad como eje central de la diversidad
“No hay paz sin justicia, no hay justicia sin equidad, no hay equidad sin desarrollo, no hay desarrollo sin democracia, no hay democracia sin respeto a la identidad y dignidad de las culturas y los pueblos”
Rigoberta Menchú, activista guatemalteca y premio Nobel de la Paz
El éxito de las políticas interculturales ha puesto el foco de la gestión de la inmigración en las urbes en detrimento del Estado en su conjunto, ya que la capacidad de reacción de los consistorios ante los conflictos étnicos es mayor que la que pueda tener cada órgano nacional encargado de la diversidad. A pesar de que países como Australia presentan medidas interculturales como signo de identidad nacional, el monopolio de la gestión de la diversidad ha pasado de ser estatista a localista, dado que son estos actores los mejor preparados para dar una respuesta óptima a las diversas demandas de unas sociedades cada vez más heterogéneas.
El interculturalismo se presenta como el sucesor natural de las políticas multiculturales, y su apuesta por la cooperación y el contacto parece ser la más adecuada política de diversidad ante los retos mundiales de este nuevo siglo. La implantación satisfactoria de medidas interculturales en diferentes metrópolis mundiales, como París o Dublín, es la prueba irrefutable del éxito de dichas iniciativas. El asimilacionismo, con su retórica xenófoba y nacionalista, amenaza con destruir los vínculos entre diferentes comunidades; solamente con una mayor apuesta por la diversidad se puede acabar con los fantasmas que prometen un futuro mejor apostando por unas ideas importadas del pasado.
Solo queda esperar que la apuesta por la diversidad cultural sea la piedra angular de las políticas que configuren este nuevo panorama mundial. De lo contrario, las calles Barcelona, París y Lisboa corren el riesgo de perder su carácter abierto y cosmopolita y, con ello, sus viandantes.