Un gallego en la cohorte del catalán secreto

Por Mª Luisa López Cortiñas

Un relato dedicado a Menorca, en especial a los ciutadallencos (espero haberlo escrito bien) y a sus fascinantes fiestas. Ya huele el asfalto a sudor, y los cascos de los caballos comienzan a irrumpir el rumrum del tráfico. 

Espero que os guste... 

Felices Fiestas de San Joan 2016, tengan ustedes bonitas hogueras.

Un gallego en la cohorte del catalán secreto

Aquel veintitrés de junio, como todos los veintitrés de junio desde hacía unos cuantos siglos, Ciutadella era una ciudad sitiada por una humanidad exultante con ganas de jaleo, pero aquella mañana algo se comenzó a remover en el alma de la fiesta.
Ni el Guiem ni el Tomeu hacían acto de presencia. Tras breves pesquisas domiciliarias, nadie les había visto después de la medianoche. Saltaron todas las alarmas.
Cuadrillas de hombres y mujeres, equipados de sofisticada tecnología, comenzaron a buscarles por tierra, mar y aire; entre tanto, en el palacio del caixer señor, se vivía una situación cada vez más tensa. Aquellas inesperadas desapariciones rompían todos los esquemas y abrían aguas, y algunos voluntarios bien informados de las extrañas ausencias, ofrecían sus servicios de sanjoaners devotos y expertos, no sólo gratuitos, sino pagando por el honor. Una subasta ciertamente anómala. Cansado de tanta propuesta disparatada, el caixer decidió solucionarlo dando un golpe en la mesa:
―Le toca al nuevo notificador. Es lo suyo. Lo dicen los estatutos. Háganse con unos trajes completos que le puedan servir a ese señor, consigan un surtido de botas, y que vayan señoras que sepan coser. ¡No puede ir hecho un preguedeu! Ya ―gritó.
En unos minutos sobraban voluntarios y prendas. Aún a sabiendas que la decisión levantaría múltiples suspicacias era mejor decidir algo que nada.
Cuando llegaron a la modesta casa que el recién llegado notificador, más conocido como el gallego, había alquilado en el barrio de los caballitos la comitiva era una boutique ambulante de trajes de gala. Tocaron el timbre una sola vez, y a la llamada acudió el hombre raudo y a medio vestir. Hacía calor. Les miró con sorpresa.
Lo que le pareció una multitud estaba ante su puerta, y sin invitación entraron en el domicilio con total confianza. Ante tales hechos, sólo acertó a decir:
―Pasen, pasen. Como en su casa.
Comenzó a pensar que era cierto eso que había oído de que por san Joan se rompían todas las reglas, y en aquellos momentos lamentaba no haberse hecho con un par de botellitas de gin.
―¿Ustedes dirán? ―preguntó a los presentes cerrando la puerta.
―El Guiem y el Tomeu no aparecen.
―¡Ah! Me pongo una camisa y salgo a ayudarles ―contestó amable.
―No ―respondió uno de los hombres al que conocía de vista.
―¿No? ―preguntó.
―No. El notificador que queda es usted, y le toca sustituirle ―contestó otro hombre al que no conocía de nada.
―¿Qué? ―preguntó.
―Te toca ser fabioler ―contestó una mujer, mientras comenzaba a dar vueltas alrededor de su figura.
―¿Sabes tocar el fabiol? ―preguntó un hombre joven imberbe.
―Soy gallego ―contestó, como si su origen pudiera explicarlo todo―. ¿Por qué hacen esto?
―Allí sólo saben tocar la gaita ―ríe una de las mujeres.
―El fabiol tiene agujeros. ¡Algo sabrá hacer con él! ―le respondió otra.
―¿Sabes montar en burro? ―preguntó nuevamente el hombre joven imberbe.
―De joven monté a caballo ―olvidó que en su lejana adolescencia rodó un videoclip a lomos de un bello corcel, en tiempos fue un jinete avanzado.
―Pues eso es como andar en bicicleta―comentó una de las mujeres.
―De cómo se llevan las riendas no se olvida uno ―apostilló uno de los hombres.
La mujer que no dejaba de dar vueltas a su alrededor, le ordenó que se quitara los pantalones, que tenían que probarle, que no podían seguir perdiendo el tiempo, y que debían empezar con la ropa. Un cúmulo de órdenes difícil de procesar.
El hombre estaba tan sorprendido que no se atrevió a replicar, no podía enfrentarse a aquella docena de individuos tan llenos de determinación. En el fondo, tenía suerte, sólo le pedían que montase en burro, flauta en mano. Hubiera sido peor tener que cargar con el cordero.
―Jove, és el nou fabioler ―anunció un hombre solemnemente. Eso, el gallego lo entendió.
A partir de aquel instante comenzó la pesadilla para Antón Carballo Nogueira, funcionario por oposición, y opositor por necesidad.
Todas las mujeres presentes comenzaron a revolotear en torno suyo como moscas, intentando adivinar medidas y acertar talla. Realmente era un hombre alto y contrahecho, sin proporción alguna entre piernas y espalda. A pesar de la diversidad de tallajes, no hubo forma de que ningún pantalón blanco le encajase como un guante sin la intervención de la Singer portátil que alguien previsor llevó consigo. En menos de una hora, aquellas señoras parlanchinas a las que apenas podía entender, y que reían constantemente ante la sonrisa pánfila que se le había instalado en la cara, le dejaron más bonito que un San Luis. “Molt polit” decían, casi lo único que había comprendido de aquel catalán secreto que no se parecía en demasía al de ibetres. Cuando se miró en el espejo de cuerpo entero que adornaba el recibidor, larguirucho y desgarbado como era, constató que estaba guapo de muerte con aquellas vestimentas sobrias de otro tiempo pero del mismo espacio. En aquellos momentos lamentaba no haber invitado a sus padres a la fiesta, “a nai seguro que botaba a chorar como unha tola”. Lo que más le favorecía era la guindola, un sombrero a dos aguas que resaltaba su perfil griego.
Puesto que él no tenía ni idea de cómo tocar ningún instrumento musical, y al parecer tendría que tocar dos a falta de uno. Al tener asignado un ejército de ayudantes, establecieron que lo más conveniente era que uno de ellos se ocupase de indicarle cuándo y cómo debía golpear el tambor, y otro le iría señalando cuándo debía simular que tocaba el fabiol, entretanto la melodía que asediaba a la ciudad, sería ejecutada a su vera por un joven experto. Aquello era mejor que cualquier película de acción. Séquito y señas en clave para salir airoso de su primera fiesta sanjoaner. Acababa de llegar y muy a su pesar ya era protagonista. ¡Qué cosas!
De repente el joven imberbe preguntó si le habían dado el protocolo.
―¿Qué protocolo? ―preguntó atemorizado el gallego, que estaba a la que saltaba.
―Cuando lleguemos contigo a la casa del caixer tienes que pedirle permiso para iniciar la fiesta ―contestó una de las mujeres.
―¡Ah! ―en ese mismo momento, el joven preguntón le dio un papel en el que aparecía la frase en menorquín con la que debería de pedir la venia al representante de la nobleza.
―Memorízala. Es fácil ―le dijo.
Una frase con apenas una decena de palabras, aunque fuese en un idioma que no era el suyo, no era problema para un opositor profesional que en tiempos había aspirado nada más y nada menos que a notario. Después de un par de lecturas la frase estaba grabada en su cabeza.
Al salir de casa todos le acompañaron a una vera de la juerga, donde le esperaban el burro y la cohorte. El animal le pareció grande y manso, aunque protestó ligeramente cuando el oxidado jinete se enredó con la montura.  Las riendas las sentía bien entre las manos. Le acompañaban los dos expertos musicales, el preguntón, y otros seis jóvenes, que según le informaron, tenían orden de satisfacer sus necesidades más inmediatas, especialmente la de bebidas.
Las calles estaban repletas de gente loca por rozar a los protagonistas con sus manos. Los niños, que aunque vistieran de gala para el gallego siempre tenían pinta de pringue, no hacían más que decir “una capadeta, una  capadeta”  y tocaban la cabeza del pobre asno, que más buena y paciente no podía ser aquella criatura con fama de poco entendimiento.
La casa a la que tenían que acudir quedaba en una de esas callejuelas llenas de historia y encanto cuyo ancho no llegaba al metro y medio, y que desde hacía rato estaba atestada de entusiastas que aguantaban con los brazos en alto el calor del mediodía a base de alcohol, y las baldadas de agua fresca que desde algunos miradores les tiraban.
A vista de pájaro la imagen era impresionante, desde dentro, daba miedo tener a todas aquellas personas rodeándole a uno, y el organismo de Antón, poco acostumbrado a las alegrías que proporcionaba Baco, se comenzaba a ver afectado por los cuatro pelotazos que llevaba encima. “Fe un glop, fe un glop” le decían risueños sus pajes. Hasta que el joven preguntón, cayó en la cuenta de que el hombre posiblemente no había comido, y si seguía bebiendo a ese ritmo podía no acabar bien. El agua era sanísima.
Cuando arribaron a palacio, los chavales se hicieron cargo del asno y de que él bajara correctamente. La ovación con la que fue recibido cayó como una bomba a sus oídos, y los ayudantes le chillaban por enésima vez lo que tenía que hacer y decir.
Desde el mismo momento en el que puso pie en la escalinata, como una parte independiente de su cuerpo, las manos le comenzaron a sudar. La frase era sencilla pero no la recordaba. A medida que ascendía tenía ganas de escapar de allí, una mirada a lo que dejaba tras la espalda le hizo descartar inmediatamente esa posibilidad. A medio camino fue interceptado por un trabajador de la televisión local, que le puso hábilmente un micro en la solapa del chaqué. En aquel instante, sintió de golpe sobre sus hombros el peso de la historia, la raigambre de la tradición, y la grandeza del sacrilegio que por obligación estaba cometiendo. Cuando llegó al final de la escalera, el noble le esperaba igual de elegante que él mismo, pero con la sonrisa de los hombres que saben lo que hay que hacer y lo están haciendo.
En la punta de la lengua estaba la palabra, si, sa, se, señor. A partir de ahí el resto fue rodado.
―Señor Caixer, doname vos permis para començar el replay.
La masa aplaudió entusiasmada, pero hasta en el último rincón de la isla cualquier espectador local que estuviera viendo la retransmisión debió de perder el sentido con el replay. Un  replay contundente, sonoro, audible, perfecto. Un replay que no admitía interpretaciones.
Cuando el Senyor le dijo que podía comenzar, sólo pudo decir,” vou”, con un par, con ese gallego suyo de andar por casa. Ante la cara de estupefacción que le ofreció el hombre, sólo pudo izar los hombros y repetir  “xa vou, xa vou”. Su cabeza, antes de iniciar el descenso de la escalera, le decía tenía que comenzar con el caramillo y seguir con unos toquecitos al tambor, pero cuerpo se negaba y emprendió una carrera interceptada al vuelo por el operario de IB3 que quería recuperar lo suyo, no se lo permitió y volvió sobre sus pasos para ejecutar, ante un alucinado hombre, la mímica correspondiente a la triste melodía que hacía ya unos segundos había comenzado a sonar. Pero sus manos se coordinaron y se negaron a obedecer, permaneciendo una sobre el fabiol como un garfio, y la otra inane con la baqueta a unos centímetros del floreado bombo. Todo ocurrió tan deprisa, que en las emisiones en directo pudo parecer unos de esos vídeos editados sin sincronizar.
Entonces sí, bajó lento el tramo de escalera, la multitud estallada volvió a estallar si eso era posible, saludó al operario quien con gran pericia le quitó el micro, y siguió su descenso hasta que le ayudaron a montar al burro.
En ese mismo tris, y como pólvora, llegó la noticia de que los fabiolers oficiales habían sido encontrados maniatados y doloridos, pero enteros, entre las rocas de una playa cercana y recoleta.
En un par de horas estarían disponibles.

Los responsables de la tropelía nunca fueron descubiertos lo que hizo que se multiplicaran los rumores y las teorías más absurdas, en cualquier caso el resultado obtenido no debió de ser el deseado por los autores.
Para Antón el siguiente veinte de junio dejó de anunciar el verano, y comenzó a oler a gin y sudor, y un algo en el aire anticipaba el penetrante olor de los excrementos de caballo. Un chiquillo tocaba el fabiol en la plaza.
Antón salió del Ayuntamiento comiendo un plátano y recordó la muchedumbre del año anterior, el asedio de la misma canción durante días, la sorpresa, el miedo que pasó en algunos momentos y la emoción de otros, y el intenso dolor de muslos, por no rememorar nombrando el de otras pequeñas partes de su anatomía.
Esta vez había sido tan previsor como la señora de la Singer: sus padres llegarían en un par días; el catalán secreto, en la intimidad, se mostraba  menorquín dulzón y coqueto; y crecía la añoranza de unas horas de gloria local con una pequeña multitud a su servicio.
Este año, sin duda, miles de ojos y oídos estaban pendientes de las andanzas de sus compañeros de profesión para que nada parecido volviera a suceder.
Un estruendo salió del edificio del Ayuntamiento, Antón acudió presto a la sonora llamada. El Guiem había caído por las escaleras. Yacía en el suelo quebrado de dolor.
―Creo que me he roto algo. ¡He resbalado con una cáscara! ―informo el accidentado.
―Es que la gente es muy guarra ―contestó Antón mientras calibraba la gravedad de la lesión y le ayudaba a incorporarse. Un mes como poco, consideró―. A tu edad deberías de saber que uno no se debe de pegar a las paredes de esa forma que tú haces. A la vuelta de la esquina puede aparecer cualquier cosa ―recogió la piel de plátano, que había rodado un par de metros más que su amigo―.
Cargando al compañero, Antón sonrió, nada le proporcionaba más placer que un buen plan funcionando viento en popa. Ya sólo quedaba un equeño, escollo para poder librarse de una vez, de la frase que desde hacía casi un año anidaba en su corazón. © Luisa L. Cortiñas