Un gesto revolucionario en la cocina es...

Por Negrevernis
En la balda superior de mi frigorífico hay ahora tres tuppers de embutido.
- ¿Desde cuándo compras embutido, Negre? -pregunta Él, extrañado y encantado, mientras se prepara un sándwich de mortadela de aceitunas. 
- Es para las meriendas de Niña Pequeña -contesto, consciente de que la mortadela esa, de aceitunas, no es mortadela ni aceitunas y mi amiga Clara no la compraría nunca, tan amante del tofu y la cultura vegetariana...
Pero los tuppers de embutidos -verde y blanco, naranja y blanco, azul y blanco-, los tres -tres tuppers, tres- son más que merienda empotrada de cinco de la tarde. Son una reivindicación silenciosa que nunca admitiré en público, porque no hay público, lo sé, que pueda empatizar y ponerse en mi lugar. 
- Mamá -llamaba yo por la tarde, entre deberes de Matemáticas y de Lengua.
-... -y es que mi madre nunca hablaba.
- Mamá, ¿por qué tú nunca compras embutido para la merienda?
- Porque en esta casa os lo coméis todo y estoy harta de que se acabe -respondía ella, sin levantar la vista del periódico o de la pantalla. 
Semejante razón de peso era irrebatible con la labia de mi adolescencia: el porque-sí materno imbatible, acompañado de un porque-lo-digo-yo que me juré jamás repetir, usando a mi madre como el ejemplo que nunca seguiría. 
- Niña Pequeña, hoy tienes de merienda, después del zumo de naranja, bocadillo de chorizo -le digo, mientras ve su serie de dibujos favorita. 
- Gracias, mamá -contesta ella, entre sorbo y sorbo.
 Palabras que jamás oiría aquella, mi madre. Lástima.