Un idiota de viaje…por César del Campo de Acuña
Bienvenido a mi valle peregrino
Amaneció encapotado el Flagstaff. A fin de cuentas la lluvia nos acompañó el día anterior durante un tramo del viaje por lo que era previsible que en esa zona verde de la árida Arizona despertara con una panza de burro sobre su cabeza. El clima no nos preocupaba. Nos dirigíamos de nuevo al desierto, a Monument Valley, donde John Ford esculpió el western y John Wayne se convirtió en una estrella. Más de 250 kilómetros de distancia entre los dos puntos nos separaban lo que nos decía que, si el día anterior fue una Road Movie, el 21 de agosto de 2016 se postulaba a convertirse en la madre de las pruebas de resistencia de pandero a bordo de un utilitario ya que del monumental valle volveríamos por la misma carretera a Kingman, el pueblo por el que pasamos el día anterior, situado a 514 kilómetros. Toda una odisea automovilística en un día en el que desconocíamos lo mucho que íbamos a forzar a nuestro Hyundai Elantra. ¿Y cómo afrontas un día de carretera así de duro? Pues con un buen desayuno. Bueno, dejémoslo en un desayuno, ya que lo que nuestro pequeño motel de carretera ofertaba algo que habría hecho carcajearse a Katy´s Place en Carmel-by-the-sea. Tras asearnos, empacar y, en mi caso, dibujar un rato, bajamos a donde la noche anterior nuestro inculto amigo llegado del medio oriente nos acarició con sus conocimientos de geografía. Situada junto a la recepción se encontraba el pequeño comedor en el que se servía la primera comida del día. Un gofre de plancha, un zumo, un vaso de agua y una propina de un par de dólares más tarde ya estaba listo para marcharme. Check out, foto de rigor en el parking del Motel/Hotel Howard Johnson Inn y zapateando que chispea.
Les ahorrara contarles gran cosa del viaje entre los dos primeros puntos de nuestra ruta de aquel día. Más allá de la degradación natural del paisaje no puedo destacar nada más. Conversaciones triviales, música, Twizzlers, camiones, motoristas de fin de semana y desierto hasta cruzar la frontera con el Estado de Utah, el quinto estado de la Unión que visito tras Nueva York, California, Nevada y Arizona. Tengo la intención de pasar por todos y cada uno de los que me faltan a lo largo de mi vida ¿lo conseguiré? Solo el tiempo lo dirá. Por cierto, no lo comente, pero el día que pasamos en Yosemite jugamos a nombrar todos y cada uno de los Estados. Resulto divertido; si algún día se ven a sí mismos conduciendo o viajando por las interminables carreteras en línea recta de los Estados Unidos le recomiendo que lo pongan en práctica, al menos resulta mucho menos cargante que el antiquísimo Veo, Veo e igual de edificante que las palabras encadenadas. Llegamos sin problema Monument Valley y una vez más, nuestro flamante pase de 80 dólares para todos los Parques Nacionales no nos sirvió de nada. Pero no nos pilló por sorpresa, ya lo sabíamos. Al igual que Grand Canyon West, Monument Valley estaba explotado por una tribu, concretamente por los Navajo. Pagamos en la entrada, nos dirigimos al Visitor Centers y nos indicaron que ruta podíamos hacer. Existía la posibilidad de hacer el loop alrededor de los montículos/Mesas en una de las destartaladas pick-ups de los Navajo, pero decidimos, tras cotejar que nuestro coche era apto para el desafío, hacer la excursión en nuestro propio automóvil. Me llamo la atención el papel que indicaba el tipo de vehículos permitidos para la citada visita; motos no, deportivos no, utilitarios bajos no…Pero a partir de esas tres negativas todos podían pasar. Evidentemente luego nos topamos con los típicos listos que se pasan las recomendaciones por donde no les pega el sol y meten un deportivo como un Ford Mustang por aquel camino de cabras. No hay nada como que le indiques a alguien una cosa y haga la contraria.
¿Que hay de nuevo…peregrino?
Por supuesto no pudimos escapar a la atracción generada por la tienda de regalos. Quincalla, suvenires y porquerías varias apiladas en estanterías con precios estratosféricos. Había artesanía de la tribu, pero no estaba hecha allí y si vas a comprar una botellita con un poco de oro es conveniente retirar las pegatinas de Made in China que estaban adheridas a la base del recipiente. Compre un imán y un ángel de barro con una pequeña turquesa que si estaba hecho allí (o en las inmediaciones) para mi madre. Una vez fuera de la tienda, empezamos a hacer fotos desde el mirador y en un momento, unas chicas catalanas nos pidieron que si les podíamos hacer una foto. Se dirigieron a nosotros en perfecto castellano, cuando nos escucharon, asique sin problema alguno. Es más, le regale un Twizzler a cada una. Nosotros también nos hicimos algunas fotos haciendo posturas estúpidas. No soy muy amigo de salir en fotografías. Según una amiga siempre salgo como si estuviera enfadado. Prefiero, como dije ayer, vivir el momento a través de mis ojos que detrás de una cámara. Para eso tengo mi memoria. Lo que no me gusta demasiado es La demostración visual de convertir algo preparado en una instantánea natural. Seguro que han visto alguna vez una fotografía de alguien frente a una puesta de sol, dándole la espalda a la cámara, con las piernas en posición de loto y con las manos en la postura mudra de la armonía. Bien ¿Saben cuánto tiempo estuvo el protagonista de esa instantánea así? Pues ni más ni menos que el tiempo exacto de capturar el momento y dar a entender al mundo que es un individuo profundo, espiritual y en equilibrio con el universo. ¡Falso! ¡Farsante! ¡Posturitas! No hay nada más antinatural que hacer pasar por natural algo que no lo es pero si usted es feliz así, ¿Quién porras soy yo y mis manías para meternos con usted y la cojera de su mesa?
Pero subamos al coche y metámonos en el recorrido lleno de montículos rojizos y colosales mesas. Como siempre he defendido, esto no es una guía de viajes, no me parare en cada una de las montañas para darles nombres y sensaciones. Simplemente escribiré que, como aficionado al western, no podía estar más impresionado por aquel paraje natural de importancia capital para la historia del cine. Esas arcillosas formaciones rocosas que había visto en cientos de películas estaban justo frente a mí y no inmortalizare la frase de “eso me hizo sentirme muy pequeño” porque es estúpida (el que no sepa a estas alturas que todos y cada uno de nosotros somos insignificantes motas de polvo es que está muy perdido en la vida) pero sí, utilizando una frase hecha, plasmare que me sentía como un niño en una tienda de caramelos (asco de frases hechas). Si les hablare del calor. En el valle hacía mucho calor. No más que en el Valle de la Muerte, pero la ausencia de la más leve brisilla hacia que la sensación térmica creciera exponencialmente. El sol picaba, lo notaba en las orejas y es algo que me molesta más que cuando el calzoncillo decide, por su cuenta y riesgo, meterse en el jater. Dejando a un lado la rojez de mis orejas volvamos al camino de cabras que los Navajo controlan para que nosotros, los estúpidos hombres blancos (o de cualquier otro color) transitemos por sus tierras. Estoy convencido de que no se gastan un dólar en arreglar el caminito para que al final todos y cada uno de los turistas claudiquen y decidan hacer la excursión en los desvencijados cacharros utilizados por la tribu para llevar pasajeros y ahorrarse raspar el suelo del coche (como nos pasó a nosotros), un pinchazo o un cristal roto de un chinazo. Oigan, que a la vuelta había una pendiente por la que nuestro coche no subía y casi encalla (momento del tripazo contra el suelo) por los boquetes y bultos que se extendían por aquella cuesta.
Aquí esto lo recalificarían.
Y como somos estúpidos hombres blancos (o de cualquier otro color, no piensen que discrimino a los estúpidos, de hecho formo parte del comité de las naciones estúpidas) los Navajo saben que nos encanta comprar baratijas y así en cada parada de interés como John Ford Point o Rain God Mesa hay unos puestecitos donde comprar artesanía y quincalla variada. No me parece mal. Hay que ganarse la vida. Si me pareció mal tener a un caballo al sol en la zona dedicada a John Wayne para que los turistas se subieran. La recreación turística con animales esta simplemente mal. Oh, también me llamo la atención, durante el trascurso de la visita, como algunos Navajo habían establecido sus casas al pie de diferentes montículos y Mesas. Vale, estas en medio de la nada, en un lugar inhóspito (¿alguien ha dicho coyotes?) pero… ¡Hey, vives en Monument Valley! Bueno, pasando a otra tontería que me llamo la atención fue la increíble acústica. Me encanta silbar. Cuando no voy escuchando podcasts, siempre voy silbando (curiosamente no me gusta demasiado escuchar música mientras ando) y hacia el final de la visita, en una de las ultimas paradas que hicimos silbe y el sonido hizo eco por todo el valle. Seguí probando, aumentando la intensidad del sonido y escuchando el recorrido del mismo por las paredes de las montañas rojizas. Y ya que hablamos de tierra roja, déjenme que les cuente como solucione el asunto del regalo de mi señor padre. Tenía presentes para todos y cada uno de los miembros de mi familia salvo para mi progenitor. Tampoco me pidió nada, pero quería llevarle algo y no una baratija comprada en una tienda de suvenires por lo que, ni corto ni perezoso, agarre una de las roñosas botellas de agua que acarreamos con nosotros durante todo el viaje, la vacié y la llene de esa tierra roja tan característica de Monument Valley. Ahora la tenemos en un botecito de cristal y creo que, para alguien que creció con los western como mi padre, tener un poquito de donde se filmaron tantos es especial.
Ya les he contado el tortuoso estado del firme y ya he mencionado el panzazo que dimos en una cuesta por la que nuestro coche no podía subir. Pero, a pesar de todo, de todas las dificultades logramos salir del valle. Llenos de polvo rojizo sí, pero salimos. En Monument Valley ya estaba todo el pescado vendido por lo que decidimos marcharnos. Ante nosotros se extendían más de 500 kilómetros de carreteras con pocas curvas y aun siendo pronto, con el objetivo de no llegar demasiado a Kingman decidimos ponernos en marcha dándole, inevitablemente, la espalda al decorado más impresionante del mundo. Como nos ocurrió por la mañana, una vez salimos de Utah el paisaje comenzó a cambiar. Nubes grises se cernían sobre nosotros y algún que otro rayo quebró el cielo. A, más o menos, una hora de distancia de nuestro punto de partida paramos a comer. Aquel día no comeríamos en ningún restaurante. Teníamos provisiones. El carísimo pan de molde comprado en San Francisco aun duraba y con mis ganancias de Las Vegas no solo compre los afamados Twizzlers (de los cuales ya no quedaba ni uno), sino que también me hice con un paquete de jamón ahumado. Es sorprendente la ingente cantidad de fiambres que tienen en Estados Unidos y que no triunfe el iberico. En fin, vivir para ver. Montamos nuestro improvisado picnic en unas mesas que se encontraban entre un atestado Burger King (tanto dentro, como en la cola de pedidos por ventanilla) y un museo dedicado a la herencia cultural de los Navajo. Había unas mesas extrañamente altas acompañadas de unas sillas sorprendentemente bajas cubiertas por unos tenderetes de brezo. Lo cierto es que aún no sabemos si podíamos usar aquellas instalaciones pero lo hicimos.
¿Te suena? lo has visto en un millón de películas.
Sándwiches para algunos. Ensaladas para otros. Mientras comíamos se nos acercó un tipo. No tenía demasiado buen aspecto. Camiseta blanca, vaqueros gastados, una herida seca sobre la nariz. Aunque no venía caminando desde las instalaciones del museo en un principio y solo por su aspecto pensé que se trataba de un bedel. Pero no, solo se trataba de un hombre hambriento. Nos vio comer y se acercó a pedirnos algo. Dirigiéndose a mí en todo momento me conto que llevaba varios días caminando a pie desde Kingman y que no había comido demasiado. Verán, estoy lejos de ser un santo; siempre digo que tengo más pecados que espiar que virtudes que contar, pero si alguien me pide comida y está en mi mano dársela no vacilare ni un segundo. Le prepare un generoso sándwich de jamón ahumado y le hubiera dado una bebida y unas galletas si no se hubiera marchado en cuanto le di el emparedado. Y ahí estaban, los contrastes de los que les he hablado al principio de esta crónica viajera, pegándome en la cara. Si mi hubiera pedido dinero mi reacción, probablemente o seguramente, habría siendo bien distinta, pero me estaba pidiendo comida. Solamente comida. Da que pensar.
Tras aquel episodio, comer, recoger todos nuestros desperdicios y reciclar todo lo posible, volvimos a lanzarnos a la carretera. Lluvia, tráfico rodado denso, rayos. Ese fue el viaje durante un buen tramo. Camiones a toda velocidad, música, una pick-up grande como una casa que nos pasó a toda velocidad levantando una ingente cantidad de agua cegadora. Y pocos coches de policía. ¿Dónde estaban esos patrulleros escondidos tras cactus o vallas publicitarias de los que tanto nos habían hablado y/o advertido? Desde luego no vimos muchos no. Por norma general aparcados en la mediana entre las dos vías de circulación. Vigilando a que nadie se pasar de más de 20 millas el límite marcado. Al menos esa es mi teoría, porque me fije en mi tiempo como copiloto, que si el límite marca 50 millas por hora, los conductores circularan entorno a las 65 o 70 millas por hora. Afortunadamente no nos pararon, no tuvimos ningún encontronazo con la ley más allá del pequeño momento de tensión en la presa Hoover. Pero eso no quita que viéramos a otros a los que sí habían parado y muchos letreros que pedían llamar a la policía en caso de que observáramos conductas sospechosas al volante. Desde aquí no les estoy instando a que se pongan a conducir como locos en el caso de que se vean al volante de un automóvil en las carreteras de Estados Unidos, lo único que pretendo hacer es narrarles que la fiereza del león que nos habían pintado no es tal y con tal de seguir las normas y a los otros pilotos todo les ira bien (se han fijado, les he ahorrado la vergüenza ajena de verme hacer el chiste de “todo les ira sobre ruedas”). Carretera, carretera, carretera y… parada. Paramos en una gasolinera en la que había un par de jóvenes pidiendo que les llevaran dirección sur (es decir hacia Kingman). Recuerdo que me dio lastima su perro, el cual tenía apoyado sobre su lomo el cartel de la solicitud de transporte. Ella tenía el pelo corto, muchas pulseras y lucía una camiseta tie-dye bastante costrosa. El, un barbudo con sombrero, pantalones cortos y guitarra y si hay algo que me ha enseñado la Universidad es que siempre tienes que poner el máximo espacio entre tú y un guitarra.
Muy MAL esto. muy MAL.
En la gasolinera también vi la más ruinosa autocaravana que mis ojos divisaron a lo largo de todo el viaje. Conducida por un paleto panzudo de muy mal aspecto, al rato de estar allí se fueron por donde habían venido no sin antes rechazar llevar a los autoestopistas y a su perro. Me pareció entender que no les llevaban porque no se dirigían al sur. No recuerdo si compre algo en esa gasolinera. Puede que fuera el sitio donde me hiciera con unos Reese’s Sticks King Size (una barra de chocolate, galleta y mantequilla de cacahuete) pero no recuerdo bien. Si recuerdo bien que llegamos al hotel sin contratiempo. Al igual que el Howard Johnson Inn, el Days Inn tenía la misma distribución en forma de L en dos plantas. Tardamos más de lo normal en hacer el check in, porque la tatuada y regordeta chica tras el mostrador de recepción no se terminaba de enterar. Fíjense si se enteraba poco (aunque hay que reconocerle la atención) que una vez nos instalamos toco la puerta para traernos una tercera cama cuando con dos queen size nos apañábamos la mar de bien. Pasamos un rato en el Hotel/Motel y cuando la noche se cernió sobre Kingman salimos a cenar. Teníamos referencias de otro dinner estilo años 50 llamado Mr D’z Route 66 Diner. Estados Unidos, como yo mismo, sigue enamorada de aquella época. No tardamos demasiado en llegar. No creo que la memoria me traicione cuando afirmo que pedí una hamburguesa para cenar y una Coca-Cola con vainilla al no atreverme a probar su “mundialmente famosa” root beer (ya saben, ese refresco de Reflex que parece entusiasmarles). El caso es que la comida estaba sabrosa y el batido de Oreo con el que cerré el puesto esa noche estaba realmente rico. No obstante Galaxy Dinner en Flagstaff me gusto más y probablemente porque fue un descubrimiento fortuito. Una cosa que me di cuenta es que no paraban de entrar turistas (acostumbrados a sus usos horarios y no a los estadounidenses) para desesperación de los camareros.
Un día completo. Un día de carretera como ningún otro. Más de 800 kilómetros y muchos, muchos de ellos a toda velocidad sobre la Histórica Ruta 66. Si solo hubiéramos sabido el infierno al infierno al que estábamos a punto de enfrentarnos…
How are you today?
Otras aventuras viajeras en:
Un idiota de viaje – Consideraciones viajeras y primera noche en L.A.
Un idiota de viaje – Los Angeles: Dos noches y un dia.
Un idiota de viaje – Adiós a Los Angeles y una road movie.
Un idiota de viaje – Sal de mi pueblo If you’re going to San Francisco.
Un idiota de viaje – Un hippie se subió a un tranvía en San Francisco mientras un recluso le estaba mordiendo la pierna.
Un idiota de viaje – Con el ciruelo al aire por las calles de Frisco.
Un idiota de viaje – Going up the country.
Un idiota de viaje – Jugando al golf con el diablo.
Un idiota de viaje – Bienvenidos al fabuloso vertedero de Norteamérica.
Un idiota de viaje – Un flamenco, una boda y un streaptease.
Un idiota de viaje – Sobrevolando ganancias en Las Vegas.
Un idiota de viaje – Carretera y manta.
Síguenos en Facebook:
https://www.facebook.com/Cincodays/
Síguenos en Twitter:
@Cincodayscom
Archivado en: Cajon de Sastre, Un Idiota de Viaje, viajes