Revista Cultura y Ocio

Un idiota de viaje – Un hippie se subió a un tranvía en San Francisco mientras un recluso le estaba mordiendo la pierna

Publicado el 15 septiembre 2016 por César César Del Campo De Acuña @Cincodayscom

Un idiota de viaje…por César del Campo de Acuña

Un hippie se subió a un tranvía en San Francisco mientras un recluso le estaba mordiendo la pierna

Me revienta. Me repatea. Me molesta. Empezar un texto, sea el que sea, con una pregunta es algo que detesto. Afortunadamente, tras estas líneas mostrando mi desaprobación o repulsa a comenzar un párrafo con un signo de interrogación puedo formular la consulta en cuestión sin notar como la mirada de mi profesor de redacción periodística se clava en mi frente. ¿Han dormido alguna vez sobre un papel de fumar sostenido por lamas que parecen katanas? Yo sí. Muchas veces. Las ultima en San Francisco. Concretamente en el Hotel Bijou, donde un plegatin de 1 metro y 90 centímetros decidió no entenderse con mi humanidad durante tres noches. Se hundía. Se quejaba. Se retorcía. Y yo, solo podía hundirme, quejarme y retorcerme con él. Mi facultad para no necesitar demasiadas horas de descanso efectivas estaba siendo puesta aprueba por una cama que había pedido la baja por depresión en cuanto me vio entrar por la puerta de la habitación 505 Invasion of the body snatchers. A tientas y con cierta pesadez, me moví todo lo sigilosamente que pude hasta el baño donde previamente había dejado la ropa que me pondría ese día. Tras ducharme, vestirme y mirar por el triste ventanuco que decoraba el lavabo y el cual daba a las tripas del hotel, salí a pisar asfalto en busca de un zumo y un Nesquick.

El día anterior, cuando llegamos, me pareció ver una tienda de ultramarinos justo en la calle que hacia esquina con nuestro hotel saliendo hacia la derecha. Y una vez más, esperándome allí mismo, estaban esos grotescos contrastes que tanto me llamaron la atención en Los Angeles. Cuando les digo que, justo alado de la vía que conducía hacia la céntrica Union Square, en una de las arterias que la cruzaban de lado a lado, había personas literalmente durmiendo en la carretera con la cabeza apoyada en la acera, no les miento. Entre en el comercio, regentado por un tipo de oriente medio junto a su chaval. Adquirí lo que buscaba y  me fui no sin mirar atrás. Bautice aquel lugar como El Infierno y mis compañeros de viaje, cuando lo llegaron a conocer, aprobaron ese nombre. Una vez en el hotel me hice con mi bolsa de avituallamiento. Una botella de agua, una pieza de fruta, un bollo de refinería y una deliciosa barrita energética a base de cereales, canela y manzana. Subí a la habitación, desayune y espere a que mis amigos se prepararan. Durante los minutos que espere estuve dibujando esas formas locas y dentadas que suelo pintarrajear cuando no tengo otra cosa que hacer y que, si algún día llego a algo, venderé o servirán como estudio psicológico de mis personalidades. Conservo todos los dibujos realizados durante el viaje. Puede que los publique.

Bueno, tras dos párrafos ya va siendo hora de comenzar con el tema turístico, ya que a fin de cuentas, esto no es otra cosa que un diario de viajes. Peculiar. Si, desde luego, pero a la postre no es más que eso. Verán, uno de los platos fuertes a la hora de visitar la ciudad de la bahía es dejarse caer por la prisión de Alcatraz.  Como diría un “moderniki” amigo de los anglicismos “Alcatraz es un must”. Pero, cuando estábamos preparando el viaje, ya no quedaban entradas sencillas para ninguno de los días que estaríamos en San Francisco. Solo quedaban entradas con tour previo por la ciudad. En concreto solo quedaban boletos para el Magic Bus Tour, un recorrido por el lado hippie histórico de Frisco y como no teníamos más opciones no nos quedó más remedio que adquirir los tickets para esa excursión. Comenzaría a las 10 de la mañana y saldría desde Union Square, asique teníamos algo de tiempo para explorar por nuestra cuenta hasta que llegara la hora. ¿Y que hicimos? Pues subir las empinadísimas cuestas de Powell Street. Estas una semana en esta ciudad ha y a poco que solo gastes suela te pones en forma. Eso sí, si te resbalas no te quiero contar donde y como puedes acabar. ¿Y todo este rollo? Vale, vale, ya le doy al fast forward (me ha mordido un morderniki y me estoy transformando) y vamos a donde les gusta, al mogollón. Nos separamos. Brevemente, pero nos separamos una vez llegamos a Union Square. Si no recuerdo mal, a mis compañeros de aventuras se les había u olvidado algo en la habitación o iban a dejar algo en la misma. Y allí me quede al sol. Esperando y viendo pasar a tropecientos turistas en busca de su autobús mientras que tipos con carpetas trataban de convencer a despistados para que subieran a los mismos y así cumplir el cupo. Y espere. Y hable con uno de esos tipos con carpeta que me estrecho la mano en plan “hermano” y finalmente, al rato de llegar mis amigos, entre gran estruendo y rodeado de pompas de jabón apareció el Magic Bus.

Para viajar en el tiempo no hace falta un DeLorean.

Para viajar en el tiempo no hace falta un DeLorean.

De él se bajó una chica joven, de pelo rojo y una pequeña separación entre sus paletas, ataviada con unos vaqueros de campana, una camiseta de mangas largas tie-dye, una cinta en el pelo y gafas de sol redondas de cristales tintados (iguales que las de Woody Harrelson en Asesinos Natos). Muy energética. Muy Gritona. Todos saltamos al interior y se presentó como Gaia y no sé qué clase de magnetismo tenía que hizo que el ligeramente molesto (por la tardanza) pasajero bávaro al que se le habían puesto las orejas coloradas al sol se le cambiara la cara. El interior del autobús había sido totalmente remozado. Los asientos en lugar de estar mirando hacia delante, miraban hacia los laterales y si piensan que por alguna remota casualidad tenían cinturón de seguridad están muy equivocados. Hechas las presentaciones comenzó nuestra visita por el lado más hippie, rockero y contracultural de San Francisco pero les ahorrare contarles por donde pasamos y me centrare en lo que me llamo la atención durante esta excursión. Al poco de comenzar a movernos nuestra cicerone nos pidió que subiéramos las ventas (pequeñas ventanas para un autobús de visitas) para que unas pantallas de persiana pudieran bajar. En las pantallas proyectaron (y proyectan y proyectara) una película sobre la historia de la ciudad en los años 60 y sobre los acontecimientos que llevaron a que se produjera aquel estallido de color bañado en ácido aromatizado por la combustión del cáñamo.

Lo curioso del tour es que durante las dos horas que dura la visita ves más las pantallas que la calle y escuchas más al narrador del documental que a la guía. Durante el trayecto, para tratar de animar al público regalaron una flor (en este caso una margarita) para que nos la pusiéramos en el pelo y un caramelo de peppermint que simulaba ser un ácido. Desafortunadamente, a pesar de los intentos de Gaia o los viajeros no estaban por la labor de meterse en el papel de ser una tribu de hippies rodantes o no se enteraban de nada (todo en ingles amigos) o simplemente estaban allí por el ticket para la isla de Alcatraz (como fue nuestro caso). El caso es que su empeño, hacia el final de la visita, era digno de lastima; similar a la que provoca un cómico que, estando sobre el escenario, no consigue arrancar ninguna risa del patio de butacas. Cuando tiro la toalla (porque la tiro) se centró única y exclusivamente en un señor mayor de poblada barba blanca y su mujer, que parecían ser los únicos que había contratado ese tour ex profeso. Nos despedimos de aquella máquina del tiempo rodante al pie del muelle desde el que zarparíamos hacia La Roca.

Bajé del autobús aun con la flor en el pelo (concretamente la tenía atada a la gomilla con la que me estaba recogiendo la coleta), lo que suscito unas miraditas y gestos de algunos viandantes. Tras tomarnos una foto y hacer cola subimos al barco que nos llevaría a donde Al Capone pasó una temporadita a la sombra. Siendo de costa no pude hacer otra cosa que subir a la cubierta superior para ver el mar durante la travesía. Mis amigos me acompañaron, desde luego, pero el frio de la bahía convirtió a uno de ellos en un improvisado esquimal para regocijo de los que nos reíamos de los elementos (a pesar de tener los pezones como timbres de castillo, las cosas como son). Una vez llegamos, nos recibió una Ranger bajita (para hacerse ver estaba subida en una caja) que a grito pelado nos comentó las directrices a seguir en la isla. Tras el discurso subimos hasta la prisión, situada en el punto más alto de la roca. Alcatraces, asquerosas gaviotas, otros pajaretes y todo tipo de turistas nos acompañaron durante el paseíto hasta las celdas. Una vez allí nos dieron un cacharro con auriculares que contenía una grabación que haría las veces de guía. Tuve que comerme con patatas mis escrúpulos ya que me produce profundo asco utilizar equipo que ha estado en contacto con una zona poco higiénica de otro ser humano y que no se si han sido desinfectados a conciencia después de su usó (tanto es así que jamás pulso botones en la calle sin cubrirme la mano, utilizo pasamanos o barandillas o toco pomos de puerta, especialmente si son de un cuarto de baño. La gente es muy sucia).

Día soleado en Mordor.

Día soleado en Mordor.

Bien, a pesar del asco hice, hicimos e hicieron muchas otras personas al mismo tiempo que nosotros, la visita. Me gusto. Me gustó mucho. Olvídense de lo que vieron en la película La Roca. Allí no había por ningún lado un Ranger pegando gritos y diciéndonos que nos pusiéramos en la línea ni nada de eso. La grabación te iba guiando y mostrando las diferentes dependencias de la prisión, contando historias de los presos más famosos, narrando los intentos de fuga y hablándonos de la vida en aquella cárcel. Pero ¿saben que me gusto especialmente? Es una tontería, pero las voces de la grabación me encantaron ¿y saben porque? Porque narraban en ese español neutro tan habitual en películas y sobre todo en dibujos animados hace 30 años. De hecho, me pareció reconocer una de las voces de la grabación como una de las que doblaron originalmente Una navidad con Mickey y la sensación que me produjo fue similar al encuentro con un viejo amigo al que hace años que no ves. Vistas impresionantes y viruji de impresión, el tour por La Roca concluyo satisfactoriamente en una tienda de regalos en la que tenía la desfachatez de cobrarte 20$ por un DVD (a elegir entre películas Fuga de Alcatraz y La Roca) o cobrarte un buen dinero por un pedrusco que podría ser de cualquier parte. No hace falta decir que no compramos nada aunque, ahora, y a toro pasado me hubiera gustado hacerme con el comic sobre la única fuga del penal (a pesar de su precio). En resumidas cuentas el paseo por la cárcel más famosa del mundo (con permiso de Sing Sing y Alcalá Meco) merece la visita.

De vuelta al barco (igualito a los vistos en El caballero oscuro), rumbo a San Francisco, esta vez, a petición de uno de mis amigos, nos guarecimos de los elementos bajo cubierta, momento que aproveche para comprarme un poco inspirado Pretzel. Pero las vistas (y ese agradable olor a gasoil mezclado con la mar salada) nos empujó (o empujo…no recuerdo bien) a salir donde estaban las hélices. Una vez llegamos a puerto y desechamos la idea de adquirir la foto que nos hicieron antes de embarcar por su elevado precio nos pusimos a buscar un restaurante donde comer. Guiados por mi olfato nos acercamos a uno que parecía una cosa y luego era otra, mientras que el que tenía señalado estaba cerrado. Tras una breve discusión sobre hacia donde deberíamos dirigir nuestros hambrientos estómagos decidimos caminar hasta que llegáramos al ¿mundialmente? Famoso Muelle 39. La calle estaba muy animada y no fueron pocas veces las que tipos que le daban a los pedales a un bicitaxi nos ofrecieron sus servicios. Llegamos al sitio en cuestión en pocos minutos y ahí no cabía un alfiler. No les digo más que, en algunos tramos, parecías estar haciendo cola solo para andar hacia delante. Finalmente nos decantamos por un sitio de pescado donde servían una de las especialidades locales (una sopa de almejas servida en un cesto de pan que iba a probar su tía frasca la del pueblo y que ya conocía gracias al repelente Gordon Ramsay). Problema  (o problemón si lo prefieren)….la rotunda y curvilínea mujer que nos atendió en la puerta del restaurante  nos dijo que teníamos 40 minutos de espera. No importo. Aceptamos. Nos dieron un puck vibrador y seguimos paseando. Aprovechamos para hacer compras (adornos de Navidad, tofes de mil  sabores y unos caramelos asquerosos que me habían pedido mis sobrinas. Recuerdo que en la tienda de caramelos donde los compre el llanto de un bebe/niño pequeño casi me perfora el tímpano ¡Que pulmones!) y ver la versión ultra capitalista (cosa con la que no tengo problema alguno) del Puerto Dulce visto en la película de acción real de Popeye. Tiendas y restaurantes de todo tipo (desde sitios que vendían cubos de mini donuts, hasta heladerías donde hacen los conos con pasta de gofre) espectáculos al aire libre y unos simpáticos leones marinos a los que como se te ocurra tocar, molestar o lo que sea igual te conducen a chirona al estar protegidos por el FBI.

Una vez en el restaurante me tome unas gambas que no me gustaron demasiado y unos pasteles de cangrejo que si estaban muy bueno (y que dicho sea de paso, jamás había comido con anterioridad). La anécdota del sitio es que conocí uno de los famosos cuartos de baños unisex de Obama (o cuartos de baño para violadores, como me gusta llamarlos) donde seguí sin acostumbrarme a esa asquerosa espuma higiénica, salida de una novela de ciencia ficción barata, que parecía haber sustituido al jabón líquido allá a donde fuera. Después del sablazo (¿he dicho ya que comer en Estados Unidos es caro?). Nos volvimos a poner en marcha. ¿Y a donde porras fuimos? Pues a la Torre Coil. ¿Y qué es la Torre Coil? Pues una torre muy alta que está en San Francisco. Y con eso les basta, ya lo que de verdad quieren leer son las penurias antes de llegar a la misma. En plan aventurero, dejando a un lado mapas, astrolabios y cosas de esas, nos dedicamos a seguir rumbo a lo que podíamos vislumbrar de la torre: La punta. Callejones sin salida, mendigos ilustrados (dos sin techo tumbados por allí, a sus cosas, pero eso sí,  leyendo) y un despistado turista asiático que se hermano con nosotros debido a que su destino era el mismo que el nuestro fueron los primeros avatares de nuestra azaroso viaje. Entonces llego la gran prueba: subir la escalera sinuosa de Cirith Ungol. Me rio de la escalera de Rocky, de Yo hice a Roque III, de El Retorno del rey y de la de Al final de la escalera. Aquello no terminaba nunca. En un tramo me puse a silbar la canción del Potro italiano; el asiático sonrió. En un tramo de la subida, hacia la mitad, en una especie de parada vimos un cartel en el que se podía leer: No alimenten a nuestro coyote. ¿Coyote? ¿Cómo que coyote? ¿Qué dice usted de coyote? ¿Se refiere a un coyote, coyote o a José Coronado interpretando A El Coyote? Pues no, no señores míos a un coyote de verdad que, al parecer, había llegado hasta el barrio de algún modo y había sido adoptado por los vecinos para que les librara de alimañas y vendedores ambulantes.

Un premio. Tendría que haber contado los escalones.

Un premio. Tendría que haber contado los escalones.

Sin mirar atrás, y apretando el paso (por aquello de que no te muerda el culo un coyote) llegamos a la Torre Coil. ¿Y que nos recibió allí? Pues un olor a marihuana que tiraba de espaldas. No lo pude evitar, en cuanto divise al dueño del canuto (oculto en una cuesta, pertrechado tras arbustos al pie de los arboles) me puse a silbar Jammin de Bob Marley. El tipo lo escucho, me sonrió y me dedico un pulgar hacia arriba (había logrado un “Me gusta” en el mundo real). No teníamos pensado entrar/subir a la torre (su interior, para que me entiendan), pero me hizo mucha gracia que, nada más llegar a la puerta de entrada, uno de los que allí trabajaban salió y dijo: Cerramos en 5 minutos. La mirada de incredulidad de algunos de los turistas que, como nosotros, habían llegado hasta allí a base de gastar suela no tuvo precio. Dado que nuestras intenciones eran solo llegar a la torre nos fuimos satisfechos hacia la Calle Lombard (la calle sinuosa de imposibles curvas como Sofía Vergara). Andar, andar, andar. Comer tofe tras tofe. Sentir envidias por instalaciones deportivas públicas que les dan un millón de patadas voladoras en la cara a las que tenemos aquí. Ver casas en pendiente en las cuestas que primero descendimos y a las que luego nos encaramamos cual lagartija para subir a lo más alto. Un trayecto moderadamente largo que hacía que tu nivel de experiencia se multiplicara por dos solo por aguantar sin chistar y jadear. ¿Y llegamos? Claro que llegamos. Y vimos la Calle Lombard. Y vimos como los turistas subían y bajaban (me llamo la atención especialmente uno que era una mezcla entre El Sevilla de los Mojinos Escocios, un Gori de Fraggle Rock y Gawtti de los Boo Yaa Tribe). Y vimos como el hermano gemelo, orondo y policía de Stephen King trataba de poner orden en aquel descontrol turístico sin mucho éxito.

Decidimos que, tras tanto patear, ya iba siendo hora de volver al centro. ¿Y cómo hacerlo? ¿Andando?, ¿rodando?, ¿en coche?…no, hombre, no. Que estamos en San Francisco, nos vamos en tranvía y en uno de los clásicos que a uno de los trolebuses lisboetas se iba a subir su prima Charo la de Utrera. Pero, como para todas las cosas buenas, tuvimos que esperar. Y vaya si esperamos. Esperamos tanto que hasta se nos tragó una nube. Esperamos tanto que hasta la policía se fue. Esperamos tanto que al cachalote que me llamo la atención al pie de Lombard Street le dio tiempo a subir. Y que frio oigan. Hacia un frio de pelotas. De pelotas, que por culpa del frio se convertían en pelotitas. Pero los turistas no paraban de llegar y la cola cada vez era más larga. Un tipo, haciéndose el vivo, se trató de colar, pero un teutón que teníamos delante le dijo muy serio: ¡A la cola! Y creo, que por miedo, el muchacho se fue más lejos del punto exacto en el que había empezado su intentona. Creo que finalmente desistió y se marchó pero no recuerdo bien. Porque si amigos, estando en lo alto de Lombard Street, a merced de las bajas temperaturas es fácil flaquear y desistir. Puedes irte andando si no estás cansado u optar por tomar un taxi ilegal (hasta cuatro veces nos pasó por al lado un viejales conduciendo un coche gritando por la ventanilla que llevaba pasajeros por 4 dólares). Pero nosotros aguantamos valientemente a que nos tocara. Y nos tocó y cuando subíamos lo sentí por los que allí se quedaron. Creo que ahora ocupan su tiempo en ser estatuas de hielo.

Viajando con el estilo de los Tanner.

Viajando con el estilo de los Tanner.

En un principio, el conductor del tranvía nos sentó en los asientos que están fuera de la cabina (te sientas según subas…es la ley de la selva). Pero el destino me sonrió (y no sería la última vez aquel día). Otro turista alemán, (alemán y gilipollas), de pie sobre el estribo fue amonestado hasta en dos ocasiones por el conductor por sacar demasiado el torso del tranvía. A la segunda, no pudo más y lo mando a la cabina. Entonces me dijo que si quería ocupar su lugar y ahí estaba yo, sobre el estribo de un tranvía en primera fila (bueno, en segunda, que tenía justo delante a una alemana bastante potente). El viaje fue una pasada. Algo que, sin lugar a dudas, merece la pena hacer. Una vez llegamos al cambio de agujas nos hicimos la foto de rigor y me despedí del conductor con un fuerte apretón de manos que fue contestado con un: “estas fuerte cabrón” de cerrado acento mexicano por su parte. Haciendo amigos en todas partes. Del cambio de agujas fuimos a unas tiendas. Concretamente pasamos por GameStop (tendría que haber comprado la edición Ultimate de Injustice God Among Us para PS3 pero no lo hice) y por una Disney Store, donde me topé con una de las cuatro personas más alta que yo que vi durante el viaje (uno de los dependientes. Estaba pegado a la sección de Star Wars jugueteando con un sable laser, lo que le hacía destacar aún más). Pero hasta llegar a las tiendas déjenme que les cuente que vi. Aparte de muchos músicos callejeros (algunos con equipos de alta calidad y otros con simples cubos de  plástico) me llamo la atención un grupo de negros, ataviados con túnicas y actitud poco amistosa. Al parecer, por lo que pude oír de sus bocas y leer en sus carteles, se trataba de un grupo de supremacistas negros (Black Power) que, amparándose en la libertad de expresión declaraban abiertamente su “odio” hacia los blancos. ES-TU-PEN-DO. Bravísimo. Que a estas alturas de la historia, después de todo, nos sigamos matando por la religión o por el color de la piel es una cosa que me deja alucinado. Y viendo aquello no llegue a la conclusión fácil de: “seguro que si fueran blancos no podrían estar haciendo esto en la calle” cuando sé que hay desfiles del Ku Klux Klan en algunos estados y que son 100% legales. No, me puse a pensar que el concepto Melting Pot del que presumían los Estados Unidos de América es algo del pasado. La sociedad estadounidense, cada vez está más fragmentada (bueno, como en todas partes) y más “gettificada” (Las diferentes etnias y razas se juntan para trabajar y porque no les queda más remedio).

Sea como fuere, tras pasar al lado de aquellos payasos con túnica, no pude sentir otra cosa que lastima. Por más agresivos, amenazantes o vociferantes que sean solo son dignos de lastimas. Pobres imbéciles. Tontos aparte, sigamos con el viaje. Tras hacer algunas compras volvimos al hotel para planificar el siguiente paso de un día que tocaba a su fin. Para nuestra sorpresa descubrimos que no nos habían hecho la habitación. Creo que pusimos el colgador con la indicación “por favor no molestar” en lugar de la cara que pedía que se arreglara todo aquello. Vampirizando el wifi del hotel conteste correos, mande fotos y me pase por la tumultuosa página de Tumblr de mi amigo vikingo hasta que decidimos que saldríamos, concretamente a un sitio que había marcado: Biscuits and Blues. Un local dedicado a preservar el Blues desde 1995, con música en directo prácticamente cada noche y que no quería perderme (a fin de cuentas uno de los grandes momentos de mi viaje a Nueva York hace unos años fue pasar por Birdland). Esta relativamente cerca del Hotel Bijou, por lo que no tardamos en llegar. Una vez en la puerta una sexagenaria asiática nos cobró por entrar. Entendí que sería espectáculo y consumición (que invertiría en una Coca-Cola ya que no bebo nada de alcohol). Pero no, solo era la entrada, ya que una vez bajamos a las escaleras que nos conducían a la sala de conciertos, nos topamos con un atril de maître regentado por una de las mujeres afroamericanas más atractivas que he visto en persona en mi vida. Si quieren una buena descripción, les diré que sus rasgos guardaban gran similitud con los de Lauryn Hill (de hecho, tenía la misma cara de mala leche que la ¿famosa? cantante). Vestía una camisa estampada de mangas largas con cuello Mao, vaqueros y botas altas. Terriblemente atractiva. Más fría aun. Nos sentó en la única mesa libre del espacio habilitado para las mismas frente al escenario. La buena suerte volvía a sonreírnos/sonríeme: El concierto estaba a punto de empezar.  ¿Y quién actuaba? Los Delgado Brothers del este de Los Angeles y dieron todo un espectáculo (con unos geniales solos de guitarra) mientras cenábamos. Yo tome pollo frito y aunque el clavo entre la entrada y la cena fue considerable disfruté como un guarro en su cochiquera en Biscuits and Blues.

Tras aquello echamos la persiana. Para mí fue un día insuperable. El mejor de todos los que llevaba en los Estados Unidos. ¿Sería superado?

Delgado Brothers.

Delgado Brothers.


Otras alegres aventuras en:

Un idiota de viaje – Consideraciones viajeras y primera noche en L.A.

Un idiota de viaje – Los Angeles: Dos noches y un dia.

Un idiota de viaje – Adiós a Los Angeles y una road movie.

Un idiota de viaje – Sal de mi pueblo If you’re going to San Francisco.


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