Y lo peor que podemos hacer es olvidarlo. La cicatriz sobre Europa fue demasiado profunda y todavía es capaz de supurar:"Y veremos, analizando si el holocausto es una cuestión vital para la civilización europea, para la conciencia europea, que lo es, en efecto, porque la misma civilización dentro de cuyo marco fue llevado a cabo debe también reflexionar sobre él: de no ser así, se convertiría en una civilización averiada, en un inválido en estado terminal que se dirige, impotente, hacia la desaparición."
Pero Kertész no se conforma con denunciar el nazismo. A pesar de haber podido huir a los Estados Unidos - cuando fue liberado, contaba con solo dieciseis años, la vida por delante - un impulso le obligó a volver a la devastada Budapest. Allí se convirtió en un paciente observador del día a día de un régimen totalitario, de los intentos de algunos de sus conciudadanos por combatirlo, de la sumisión de muchos y de la pasividad de la mayoría. Para sobrevivir había que convertirse en un engranaje del sistema, llamar poco la atención. Una vez derrotados los regímenes comunistas (el autor dicta estas conferencias en los años noventa), Kertész desconfía, sobre todo cuando la pasión política se convierte en movimientos de masas. Ni siquiera es capaz de esperar algo de los intelectuales: en demasiadas ocasiones se acercan al pesebre del poder o son capaces de adaptarse a la conveniencia del momento. La tentación de entregarse a una ideología puede llegar a ser la tumba de la libertad individual. Para el premio Nobel húngaro, la única esperanza reside en el saber, en el estudio individual y en formas de memoria colectiva que sean estrictamente respetuosas con la verdad, aunque ésta sea doliente. Un instante de silencio en el paredón recoge las reflexiones de un ser que se siente desarraigado, pero que a la vez es incapaz de dejar de tener esperanza en el hombre.