—¿Cómo, más ligero? ¡Voto a bríos! ¡Pero si es una novela de aventuras!—respondió Pérez-Reverte, algo picado al darse cuenta de que aquello, más que a la habitual letanía de alabanzas, se parecía mucho a un reproche—¡En la línea de las del inmortal Dumas! Y en cuanto a lo de popular…¿Acaso no vendo medio millón de ejemplares de cada primera edición? —Vendías, Arturo, vendías. Que últimamente la cosa está muy jodía, y nos podemos dar con un canto en los dientes si llegas a los cien mil. En cuanto a lo de popular… las aventuras de capa y espada están muy bien, no te digo que no, aún quedan vejestorios por ahí a los que les encantan porque les recuerdan su adolescencia pajillera, pero ahora mismo lo que es popular de verdad, lo que lo peta, es la novela negra. ¿No te has planteado escribir una novela negra? Digo, para ver si atraemos nuevo público y remontamos números… —Bueno… —Y, de paso, a ver si te las arreglas para abrir otra serie. Las series venden, a los lectores les encanta leer una y otra vez cómo el mismo personaje se mete en líos parecidos…. Estaría bien disponer de otro Alatriste. Pero este más en plan Pepe Carvalho, ya me entiendes… —¿O más en plan James Bond? —También me vale. —Pero con mi toque. —Por supuesto. Y esta vez, no agotes la provisión de folios. Con doscientas o trescientas páginas ya va que arde. Detalles históricos o de época, los justos, y al grano, que el lector de hoy en día se aburre en seguida… Pérez Reverte se fue a casa a meditar. Y mientras limpiaba el Kalashnikov y le sacaba brillo al sable de húsar—actividades ambas que le ayudaban mucho a meditar— puso en el reproductor unas cuantas películas de George Raft, de James Cagney y de Humphrey Bogart. Tomó nota de sus escenas favoritas, las reordenó engarzándolas en un hilo argumental simple pero efectivo, puso a la Guerra Civil como telón de fondo, y voilà, eso fue todo. Porque mucho más no hay: Falcó es una novela menor, lo cual, en sí mismo, no es malo: Eduardo Mendoza y John Banville, por poner dos ejemplos notorios, se han montado una interesante carrera paralela a base de obras menores; Banville, incluso, usando nombre paralelo. Pero es que esta novela menor es tan, tan, pero tan menor… apenas una novelita de kiosco con pretensiones. Hecha con pocas ganas, o eso parece al leerla. Entretenida, sí, pero nunca consigue ir más allá (quizá ni siquiera lo pretenda) de su condición de aplicada fotocopia.Tampoco disimula en ningún momento su condición de producto de márquetin diseñado para hacer caja y, Dios y las ventas mediante, episodio piloto para el lanzamiento de una franquicia. La ambientación en la Guerra Civil, y encima en el bando nacional (pour épatér le progressiste, parfois?), en el que milita el protagonista como agente del Servicio Secreto de Franco, es su única “originalidad” entre muy marcadas comillas, y tampoco es que sea para tanto… algo demasiado parecido lleva tiempo haciendo Philip Kerr con su Bernie Günter, un tópico detective que opera en la Alemania nazi. Sin embargo, que nadie se asuste: no hay en la novela connotación ideológica alguna, salvo una muy vaga (y muy cómoda) denuncia de que, en las guerras, tó er mundo é malo. War is hell, y blablablá. Y en efecto, war is hell, pero demasiadas veces se usa esa afirmación como excusa para escurrir el bulto y no mojarse. Y la novela, en efecto, se moja menos que Gizmo el gremlin; la Guerra Civil española es en ella poco más que el decorado de cartón piedra, pintado a brochazos gordos, de una vieja película de serie B de la RKO. Quizá eso sea, precisamente, lo malo, porque hay marcos históricos que no se pueden frivolizar, o al menos todavía no; porque aún connotan demasiado las historias que en ellos se encuadran. El holocausto es uno, la guerra de los Balcanes es otro, y la Guerra Civil española, de momento, sigue siendo otro más.
En cuanto al protagonista, y notorio candidato a sucesor de Alatriste como cabeza de franquicia… Bueno, la construcción de personajes nunca ha sido el punto fuerte de Pérez Reverte como escritor. Y nunca como aquí se ha mostrado tan débil en este punto. Falcó es una imitación poco imaginativa y algo cañí de James Bond; ahí está su mismo dandismo, ahí está su mismo cinismo de andar por casa, ahí está el coñac español y las cafiaspirinas sustituyendo al Martini agitado, no revuelto; y sobre todo, ahí está su improbable éxito con las mujeres, su desvergonzado donjuanismo y su aura de prepotencia machista. Este último es un rasgo que han hecho que el autor hayan sido, una vez más, blanco de las iras de los profesionales y las profesionalas de la defensa de la corrección política en las redes sociales. No es de extrañar (más bien, es lo que toca) que un personaje de estas características y en este contexto histórico tenga el machismo bastante más crecido que lo que se considera aceptable hoy en día. Haber hecho a Falcó políticamente correcto hubiera sido incurrir en una imperdonable inverosimilitud histórica. Pero su machismo es tan extremo, tan primario, tan pasado de vueltas, que también resulta inverosímil, por caricaturesco. Tan malo es pasarse de frenada como pasarse de acelerón. Y Falcó resulta una demasiado exagerada, demasiado caricaturesca emulación (demasiado) cañí del ínclito James Bond.