Un libro indispensable sobre el doble genicido de Ruanda

Por En Clave De África

(JCR)
Si es usted una de esas personas que aprovecha el verano para leer, busca algo interesante sobre África y conoce el francés, no lo dude: encargue un ejemplar de “Les enfants du Rwanda”, escrito por Angélique Umugwaneza, publicado por ediciones Gaïa. Yo acabo de terminarlo en tres días, y si hubiera tenido tiempo me lo habría devorado en uno solo. Está dedicado “a las víctimas del doble genocidio de Ruanda”, porque en Ruanda –a diferencia de lo que nos han contado siempre- no hubo un genocidio, sino dos. Decir esto es arriesgado porque según la legislación en vigor en el país defender “la teoría del doble genocidio” puede hace que uno termine en la cárcel.

“Sentía que como superviviente yo tenía que hablar”, dice la autora con convicción, y puesta a hablar dice cosas vividas en primera persona, por eso su relato es convincente. Y empieza a contar con sencillez, sin dejarse nada fuera, todo lo que sus ojos vieron desde los años de su infancia en Ruanda. Angélique es de etnia hutu, creció en Gikongoro, en el Suroeste del país y cuando estalló el infierno del genocidio de 1994 ella tenía catorce años. Los primeros capítulos del libro describen el horror que una niña de esa edad vivió al ver a sus vecinos de etnia tutsi ser masacrados con una crueldad inusitada. En agosto de ese año, cuando el Frente Patriótico de Paul Kagame había ya conquistado Kigali y se extendía más al sur, masacrando a su paso a personas de etnia hutu, Angélique huyó con su madre, una hermana menor y dos de sus hermanos. Fueron parte de los dos millones de ruandeses que escaparon al vecino Congo, llamado entonces Zaire. “Claro que entre nosotros había soldados del antiguo régimen y otras personas que habían matado a sus vecinos tutsis”, reconoce sin reparos, al mismo tiempo que piensa que es injusto afirmar que todos los ruandeses que poblaron los campos de refugiados de las dos provincias congoleñas del Kivu fueran genocidas.

Tras dos años viviendo en la penuria más absoluta en unos campos llenos de violencia y amenazas, llegó el años 1996 y la autora y su familia comenzaron un larguísimo éxodo a pie de unos dos mil kilómetros para escapar del ejército de Paul Kagame, que bombardeó y minó campamentos de refugiados, además de masacrar a tiros o a machetazos a miles de ellos cuando les daba alcance. Angélique cuenta algunas de estas masacres, como la realizada en el bosque de Tingi-Tingi, donde existen fosas comunes de miles de cadáveres. Durante aquel tiempo, el ACNUR escribió una de las páginas más vergonzantes de su historia al desentenderse de estos crímenes de guerra y ponerse del lado de Kagame. Mientras sus soldados mataban impunemente a miles de civiles, incluyendo ancianos, mujeres, niños y discapacitados ruandeses, esta institución de la ONU para los refugiados persiguió una política de repatriaciones, en muchos casos forzadas, de personas que sólo tenían opción entre continuar una larga marcha llena de peligros y enfermedades o volver a su país, donde muchos de ellas terminaron en la cárcel o fueron asesinadas. “ACNUR, ¿en qué estabas pensando?”, se lamenta Angélique, una de las muchas personas que escogieron la primera opción: seguir adelante para salvar sus vidas.

Para ellos tuvieron que pagar un altísimo precio. Su madre y uno de sus hermanos pequeños murieron durante el camino, que todos los días se quedaba jalonado de cadáveres de personas enfermas o hambrientas demasiado débiles para seguir. En muchas ocasiones, los propios campesinos de las localidades por donde pasaban les hostigaban a palos o a disparos, intoxicados por la propaganda que oían en la radio y que colocaba la etiqueta de “genocidas” a aquel flujo de miles de desgraciados.

Finalmente, Angélique consiguió llegar a Congo- Brazzaville, desde donde pasó a la República Centroafricana. “Considero un milagro que durante toda esta marcha no me violaran”, dice con la convicción de alguien que vio cómo cada día soldados o civiles de todos los pelajes se aprovechaban de las mujeres más vulnerables. No terminaron aquí sus problemas. En la localidad de Bouca, donde el gobierno centroafricano y el ACNUR trasladaron a los refugiados ruandeses hubo episodios de violencia contra los recién llegados, acusados por la población local de todos los males cuando se desataron reyertas entre jóvenes de las dos comunidades. Más tarde, ella y su hermana vivieron en la capital, Bangui, una temporada en una comunidad de monjas italianas que se ocuparon de sus estudios. La historia de personal de Angélique no terminó mal del todo: ella y su hermana menor fueron de las pocas afortunadas a las que el gobierno de Dinamarca concedió el asilo. Allí terminó su educación secundaria y emprendió unos estudios universitarios en ciencias políticas que terminaron con un brillante doctorado.

Doy fe de que Angélique ha empleado bien lo que ha aprendido en las mejores universidades de Dinamarca y de Inglaterra. Trabajé bajo su supervisión durante tres meses en Bangui, con el Consejo Danés para los Refugiados, en un proyecto de cohesión social en algunos de los barrios más conflictivos, y debo decir que nunca he tenido una jefa con la que me haya sentido más a gusto. En la oficina del Consejo Danés, donde convivíamos personas de muchas nacionalidades, era ella la única ciudadana “danesa”, circunstancia que daba origen a diversas tomaduras de pelo por parte de los que no éramos del país de Hansen y Gretel. Podía haber aceptado un cómodo puesto como investigadora en alguna institución de enseñanza superior en Dinamarca, pero eligió hacer lo que mejor sabe hacer: usar su experiencia y sus conocimientos para ayudar a otras personas que, le ocurrió un día a ella, son víctimas de una guerra.

Lo que más me ha emocionado al terminar este libro es que Angélique no habla nunca con amargura. Nunca he visto el menor atisbo ni remotamente de resentimiento contra nadie. Pero su conclusión es clara: supongamos, dice con una ilustración muy elocuente, que en un pueblo de Ruanda viven hoy dos chicas de mi edad: una de ella es tutsi y la otra es hutu. Las dos han sufrido lo indecible, han visto asesinar a miembros de su familia y conocen lo que es vivir en medio del terror. Pero hay una diferencia: la joven tutsi podrá hablar libremente de todo lo que vivió, se reconocerá su dolor en público e incluso tendrá derecho a beneficios como becas. La chica hutu tendrá que callarse, si habla de su dolor le acusarán de “revisionista” o de “minimizar el genocidio”, e incluso la dirán que tiene que pedir perdón en nombre de su etnia por haber cometido el genocidio del 94 contra los tutsis. Todo esto, dicho por un gobierno que oficialmente dice que ya no hay hutus o tutsis en el país porque todos son ruandeses. Ante una situación así, Angélique ha sacado sus conclusiones. El lector que termina este relato magistral deberá también extraer las suyas.