Un liqui-liqui en la galia / bisonte, postrer y primero

Por El Cuentador
 “Entretanto, el guía enciende una lámpara de acetileno. Nuestro afán de ver los bisontes ilustres no admite espera. Miramos el techo de la cueva. ¡Helos ahí! ¡Fantasmáticos, monstruosos! Se mueven sobre el haz de la piedra.” José Ortega y Gasset. 
En el imaginario que forjaron los libros de aventuras en los que viajé en mi infancia, hay animales diversos. Además de los insólitos dragones, están “Buck”, el inolvidable perrazo mezcla de San Bernardo y Ovejero que protagoniza “La Llamada de la Selva” de Jack London, y la imponente ballena blanca “Moby Dick”, de Herman Melville.
También hay algunas bestias anónimas que viven en mi recuerdo, como un feroz tiburón de una escena del libro “20.000 leguas de viaje submarino”, de Julio Verne, y muy especialmente los terribles osos grises o “grizzlies” y los bisontes (incorrectamente llamados búfalos) de la pradera norteamericana. A estos últimos dos los encontré por primera vez en las aventuras del oeste protagonizadas por “Old Shatterhand” y su hermano de sangre apache, “Winnetou”, de las obras literarias de Karl May, en edición del Círculo de Lectores. Las imágenes fueron reforzadas por las brillantes ilustraciones de Vicente Ballestar que adornaban aquella edición.
Desde entonces siempre quise ver personalmente osos grises y bisontes. Seguí encontrándolos en el cine y la televisión; ¿cómo olvidar la descorazonadora escena de la matanza de bisontes en la hermosa película “Danza con Lobos”, o las extraordinarias imágenes en distintos documentales, de osos grises cazando salmones que nadan contra la corriente de algunos ríos? Pero la pantalla es lo que es y no un reemplazo de la experiencia directa.
Los osos grises aguardan aún por mí (tampoco es que quiera acercármeles mucho), pero pude admirar por primera vez un bisonte americano en el espectacular parque zoológico de Chapultepec –creo que en 1997–, en México. Quedé impresionado por la magnificencia de aquel animal y si no fuera porque estoy consciente de que que mi memoria exagera las dimensiones del bóvido, podría jurar que medía casi 3 metros de alto. Mi sorpresa fue doble, pues había ido al zoológico buscando al oso polar y al gorila, pero no tenía idea de que encontraría un ejemplar de bisonte allí. Recuerdo que el animalote me dedicó una mirada que duró algunos segundos y después siguió pastando como si nada, mientras que yo me quedé allí viéndolo embelesado un buen rato.
Yo creía que el bisonte era una especie exclusivamente americana (Bison Bison), pero hace poco me enteré que también existe una especie europea (Bison Bonasus). No recordaba que es precisamente el bisonte uno de los animales más representados en el arte paleolítico europeo; los dibujos de las famosas cuevas de Altamira, en España, o de Lascaux, en Francia (la reproducción al lado izquierdo de este párrafo proviene de allí), lo evidencia.
Viendo las representaciones de bisontes de estas cuevas, me pregunto por el tipo de relación que el hombre de otras épocas estableció con estos seres. Los mitos relacionados con bovinos existen en diversas culturas y recordemos que la mismísima primera letra del alfabeto, la letra “A”, es en su origen protosinaico, la representación del  toro o del buey, o más precisamente de una cabeza de toro o de buey con sus respectivos cuernos, que con el tiempo giró 90° a la derecha y que luego se estilizó y giró 90° más. ¿Por qué el toro? Tal vez porque para los antiguos era el símbolo de la fuerza en general: motriz, reproductora, agrícola... una energía fundamental sin la que muchas sociedades no habrían podido progresar ni transformarse.
Para algunas culturas indígenas de Norteamérica, el bisonte es el jefe de todos los animales y quienes lo cazaban, lo reverenciaban, recitando  oraciones para agradecer al animal –del cual aprovechaban casi todo– el sacrificio de su vida. El bisonte europeo infortunadamente es hoy una especie amenazada, pues fue exterminado antes de la primera guerra mundial y no es sino recientemente que se llevan a cabo programas de reinserción en el continente europeo.
Bien, resulta que hay varias iniciativas de cría de bisonte en Europa y algunas de ellas se encuentran precisamente en la región conocida como “Pays de Gex”, en donde ahora vivo. Cuando nos enteramos que a aproximadamente media hora a pie de nuestro hogar había un grupo de esos mamíferos, mi esposa y yo fuimos a visitarlos el sábado pasado.
¡Qué alegría volver a ver a estos tipos! Bueno, alegría de mi parte, porque los integrantes del pequeño grupo que observé (unos 12 individuos) ni se inmutaron con mi presencia y casi no se movieron del lugar donde pasaban apaciblemente el rato. Ni siquiera el ruido de los aviones que despegaban en el aeropuerto cercano parecía afectarles, así que muy poco podía esperar yo de mis esfuerzos –por más que grité y payaseé– para que se aproximasen a la cerca donde me encontraba. Tan impasibles y perezosos estaban, que Karla, mi esposa, los rebautizó como “vagontes”.
No me importa mucho no haberlos observado tan de cerca como hubiese querido, porque puedo volver a visitarlos en cualquier momento y porque durante el extraordinario rato que los vi, las imágenes forjadas en juvenil lectura de aventuras volvieron a cobrar vida en mi mente. De hecho, podría jurar que por un instante, transportados desde los libros de Karl May hasta una protegida pradera de otoño en la frontera franco-suiza, “Winnetou” y “Old Shatterhand” se pasearon –conmigo al lado– entre los serenos e inconmovibles rumiantes.
A manera de epílogo, este poema de Jorge Luis Borges, titulado “El Bisonte”, de cuyo verso final he adaptado el título de este artículo.
El Bisonte.


El armado testuz levanta. En este
antiguo toro de durmiente ira,
veo a los hombres rojos del Oeste
y a los perdidos hombres de Altamira.
Luego pienso que ignora el tiempo humano,
cuyo espejo espectral es la memoria.
El tiempo no lo toca ni la historia
de su decurso, tan variable y vano.
Intemporal, innumerable, cero,
es el postrer bisonte y el primero.
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