Revista Diario

Un liqui-liqui en la galia / la lavadora

Por El Cuentador

UN LIQUI-LIQUI EN LA GALIA / LA LAVADORAEl ser humano es uno de costumbres; es fascinante observar cómo, a causa de un cambio de circunstancias, muchas rutinas aprendidas dejan de ser necesarias pero no por ello desaparecen de inmediato.
Como ya había avisado en algún artículo anterior, mi esposa y yo nos hemos mudado de París a Ferney-Voltaire, población francesa justo al lado de la suiza Ginebra. Pasamos de una urbe de unos 2.200.000 habitantes (sin contar lo que se conoce como Gran Paris, que colocaría la cifra cerca de 12.000.000), a una pequeña localidad de 8.000 habitantes.
Entre las consecuencias de la mudanza está que ahora debemos establecer hábitos distintos a los que teníamos en la Ciudad Luz. Algunas cosas se pierden, otras se ganan. Por nuestro tipo de trabajo, viajamos con cierta frecuencia; antes teníamos que planificar un traslado de por lo menos una hora hasta el aeropuerto, hoy el aeropuerto de Ginebra nos queda a menos de 10 minutos. Sin embargo, por la misma razón y la ubicación del edificio donde habitamos ahora, escuchamos claramente las turbinas de los aviones, lo cual no es siempre grato, porque es un ruido agudo, invasivo y comienza muy temprano en la mañana. Seguramente cuando nos mudemos de aquí, olvidaremos las molestas turbinas de los aviones.
UN LIQUI-LIQUI EN LA GALIA / LA LAVADORAEn París vivíamos en un apartamento pequeño, muy pequeño, y si bien el que hemos alquilado ahora tampoco es mayor cosa, al menos es suficiente como para que ya no nos tropecemos con nosotros mismos a cada rato. Debido al reducido espacio del apartamento parisino, no teníamos lavadora y la ropa había que llevarla a lavar a una lavandería automática cercana de casa, de esas que funcionan a punta de monedas.
En París hay lavanderías automáticas de este tipo por doquier. No es así en Ferney-Voltaire. Durante un tiempo no encontramos aquí lavandería automática; preguntábamos y nadie sabía. Tuvimos que lavar la ropa en el baño, que no es un sitio concebido para ello; si hay algo incómodo es lavar un “blue jean” en una bañera. Finalmente encontramos la única lavandería automática del pueblo, literalmente escondida en la parte de atrás de un supermercado.
El sitio era catastrófico: muy deteriorado y sucio, mal ventilado, caliente y húmedo, lo cual hacía de la experiencia de llevar la ropa a lavar, una pequeña tortura. Contenía cuatro lavadoras de las que nada más funcionaba una –cuando le daba la gana–, y dos secadoras de las que también una sola estaba operativa y que arrancaba únicamente si le ponías más dinero del que se indicaba, a pesar de lo cual la ropa quedaba húmeda de todas maneras. Si llevabas ropa sucia suficiente, podías pasarte la mañana en el sitio y eso si nadie había llegado antes a lavar.
Sufrimos la sorprendente lavandería, porque además de las insuficiencias estructurales, cada vez que fuimos había un desperfecto distinto y nuevo. Un día, a principios de julio, después de haber batallado unas tres horas con aquella calamidad e intrigados por la evidente falta de mantenimiento, averiguamos más y nos enteramos que la lavandería estaba en esas condiciones porque sería clausurada a partir de la primera semana de agosto. Mi esposa y yo nos miramos, cada uno sintiendo compasión por el otro, pensando que nos tocaría regresar a restregar pieza por pieza en la bañera, a menos que resolviéramos algo drástico. Así lo hicimos: ¡decidimos comprar una lavadora!
Ahora bien, la única referencia de lavadora que teníamos era la de las máquinas que había en los respectivos hogares en los que crecimos; es decir, jamás habíamos comprado una. Son extraordinarios los modelos mentales, con base en ellos nosotros mismos nos montamos unos cuentos interesantísimos sobre las lavadoras, para darnos cuenta luego que algunos carecían ya de validez dado el avance de la tecnología.
UN LIQUI-LIQUI EN LA GALIA / LA LAVADORARecuerdo un comic leído en mi infancia de Los Supersónicos, ese dibujo animado creado en los años 60s, protagonizado por una familia norteamericana de clase media que vive en el futuro. En aquella historieta, “Engranes Júpiter”, la empresa para la cual trabaja Súper Sónico (el padre de la familia) desarrolla un prototipo de traje híper-resistente. Al traje le hacen toda clase de pruebas extremas sin que sufra un rasguño. El jefe de Súper le encarga el cuidado del traje y Súper lo deja en su casa. A su regreso no lo encuentra; entonces le pregunta a su esposa Ultra y esta le dice que ha metido el traje a lavar en la lavadora. Cuando sacan el traje, está hecho añicos; el pobre resistió los experimentos más exigentes, pero no soportó los embates de una lavadora del futuro. Hoy hay hasta lavadoras… ¡para perros!, pero esa es otra historia.
A pesar de la impresión que debe haberme causado el comic, la decisión de comprar la lavadora estaba tomada. Nuestra primera preocupación era decidir dónde meteríamos la máquina; recuerden que el nuevo apartamento tampoco es muy grande y no quedaba mucho espacio ni en la cocina ni en ninguna otra parte. Consideramos el escenario de ubicar la máquina en un sitio y tener que trasladarla para conectarla a las tuberías de agua correspondientes, cada vez que llegara el momento de lavar. Qué alivio encontrar que  la gran mayoría de las lavadoras actuales son más pequeñas que las que habíamos conocido; escogimos una con capacidad de hasta 6 kilos. Aún así no era seguro que cupiera en el lugar que le habíamos previsto, pero era nuestra mejor opción.
Por mi parte yo recordaba que en mi primer hogar, cada vez que había que mover la lavadora era una complicación; el armatoste pesaba que daba gusto. La adquisición de nuestra nueva lavadora incluía su traída hasta el apartamento, pero de todas formas compré una especie de plataforma con ruedas, con capacidad para resistir hasta 200 kilos, a fin de montar en ella la máquina y rodarla sin inconvenientes, de ser necesario. Me costó casi 20 euros, pero me dije que la inversión se justificaba con tal de no tener que sobrellevar la probable práctica semanal de halterofilia con lavadora.
Tuve serias dificultades para aguantar el ataque de risa conmigo mismo cuando vinieron a traer la máquina. Yo bajé muy orgulloso con mi tabla transportadora de lavadoras a fin de ayudar a los técnicos, cuando vi que –¡oh, maravilloso progreso!– el aparato no sólo era angosto y bastante liviano sino que traía… ¡sus propias rueditas! Ahora tengo una plataforma rodante en casa que aún no sé bien para qué otro propósito me servirá.
El bricolaje no es uno de mis pasatiempos favoritos; si me veo obligado a esgrimir una herramienta le entro al asunto con coraje, pero en general no me divierten las reparaciones caseras y si puedo contratar a alguien para que las haga, mejor. Por ello estuve a punto de llorar cuando los técnicos que instalarían la lavadora me dijeron que por un problema de configuración de la tubería del apartamento no podían hacerlo; tendría yo que comprar una conexión particular e instalarla yo mismo.
Durante la siguiente semana debo haber ido como siete veces al ferretero hasta que por fin conseguí el conector apropiado y después de bastantes amarguras, algunos dedos golpeados y por lo menos setecientas doce mentadas de madre, logré instalar la máquina. Cuando la puse en marcha hubo fugas de agua por todos lados, de manera que tuve que volver a desinstalar todo y revisar y reapretar tuercas, tubitos, mangueras y quién sabe cuánta cosa más, hasta que por fin la lavadora estuvo verdaderamente operativa. Eso sí, al menos cupo perfectamente en el espacio que le habíamos asignado.
Hay pequeños placeres cotidianos, más bien banales, que pueden tomar valor importante en la construcción de eso que llamamos felicidad. Esta mañana he puesto a lavar la ropa y después he regresado a mi computadora a finalizar esta nota, sin mayores complicaciones y en la intermitente tranquilidad del hogar. Mientras escucho a la lavadora hacer su trabajo –así como a algunos aviones pasar–, puedo dedicarme a otros asuntos, entre ellos nuestra siguiente mudanza, que no intentaríamos tan rápido si no fuera por la posibilidad de cambiar de estatus de alquilados a propietarios. Pienso que alcanzado ese objetivo tendremos que desarrollar nuevas rutinas y quién sabe si hasta logramos aprender algo de patineta buscándole uso a cierta plataforma con rueditas ociosa por allí.
La lavadora también se irá con nosotros; es otra de nuestras propiedades y seguramente su uso continuado nos hará olvidar algunas de las primeras vicisitudes en Ferney-Voltaire. Ya ha terminado el ciclo del lavado y comienza el de exprimido. Entonces me doy cuenta de un detalle: Carajo, el ruido que hace el motor de la lavadora al exprimir… ¡es igualito al de las turbinas de los aviones al despegar!


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