Una de esas arcaicas festividades es la fiesta de Yule, dedicada al renacimiento del Sol. En tanto la noche del solsticio de invierno es la más prolongada del año, pero también esa a partir de la cual los días comienzan a alargarse, muchos antiguos –entre ellos, Romanos, Kurdos, Egipcios, Celtas, Hopis, Japoneses, Vikingos, Mayas, Babilonios, Letones, Germánicos y para usted de contar– decían que aquel era el momento en que la luz solar vencía a las tinieblas y el sol renacía.
Es posible que la costumbre del árbol de navidad se relacione con el solsticio. Como buena tradición, sus orígenes son diversos y se confunden en la niebla del tiempo, pero podemos decir con cierta seguridad que la simpática usanza se relaciona con ancestrales cultos a los árboles, que en muchas mitologías son residencias de deidades, o están dotados de alma. Entre las múltiples posibilidades, escojo contarles que los antiguos germanos pensaban que el mundo y las estrellas se sostenían de las ramas de un árbol inmenso; entonces, a manera de homenaje, adornaban un encino con antorchas en el solsticio de invierno.
Se dice que los primeros adornos de los árboles de navidad fueron velas, manzanas, dulces y piedras pintadas, y que fue a mediados del siglo XVIII que los artesanos de Bohemia incorporaron las bolas de cristal como parte del ornato. Una de las cosas más maravillosas de un árbol de navidad es el poder cuasi hipnótico que tiene en los niños y también en muchos adultos. Entre mis recuerdos de navidades de infancia destaca el arbolito que decoraba mi madre; era todo un espectáculo, que mi padre encendía después de apagar el resto de las luces del apartamento, para extasiarse con los destellos de las extensiones que lo adornaban. Mientras lo hacía, colocaba el disco de navidad de Paul Mauriat, que sigue siendo en mi opinión uno de los mejores discos de música navideña instrumental grabados alguna vez.
Les dejo el “Jingle Bells” de Paul Mauriat de mis navidades de niño para que lo disfruten. Tengan un magnífico solsticio de invierno.
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