La identidad puede ser considerada, entre otras cosas, como la respuesta que damos a la pregunta “¿Quién soy?”, pero la identidad no es sólo un asunto individual; también puede hablarse de la identidad de una nación. Entre los componentes de la identidad nacional podemos mencionar en algunos casos la gastronomía; al hablar de comida mexicana, libanesa o japonesa, la mayoría reconocemos elementos asociados que distinguen a cada una.
Creo que en el caso de la identidad individual, cuando se proponen preguntas como “¿Quién es usted?” o “¿Cómo es usted?” a personas emocionalmente estables, estas tienden a destacar primero rasgos que juzgan positivos. De hecho, ante estas interrogantes y en un contexto de conversación ligera, si alguien me respondiese con expresión seria: “Soy un mamarracho ignominioso, estoy en quiebra, la gente me desprecia y me huelen muy mal los pies”, yo pensaría que esa persona tiene un problema de autoestima. Mínimo.
No profeso que desconozcamos algunas de nuestras debilidades; sólo apunto que ellas no son por lo general motivo de orgullo. Esto vale tanto para la identidad individual como para la colectiva; en el caso de la gastronomía, si esta no es prestigiosa, no la usamos como punta de lanza para responder cuando nos preguntan sobre nuestro país. Se dice que la cocina inglesa tiene mala reputación; pregunte por las cosas de su tierra a un italiano y a un inglés y es probable que el primero hable en algún momento de la comida, mientras que el segundo se referirá a otra cosa.
Así como hay alimentos sublimes, todos hemos probado también alguna vez comidas muy malas, de esas que sólo es posible detestar. Una de las expresiones más drásticas –y hasta injustas– para calificar a una mala comida, es decir que esta ha sido “una mierda”. El escatológico calificativo se coloca en las antípodas de lo que uno esperaría de un plato; no es que fue aborrecible, espantoso o vomitivo sino peor aún: ¡fue una mierda! Creo que nadie en su sano juicio querría que su comida o bebida fuese descrita de esa manera y mucho menos en Francia. Por ello es que me resulta tan asombroso que un francés haya decidido sacar al mercado un vino que se identifica como “El vino de mierda”. Sí señor.
Estaremos de acuerdo en que hay casos en los que la identidad surge por contraposición; por ejemplo, a veces sólo podemos definir nuestra identidad individual identificando primero lo que no somos (ya desarrollé algo al respecto en mi artículo PROBLEMAS DE IDENTIDAD); es decir, sé qué es lo que soy sólo a partir del momento en que puedo distinguir aquello que no soy. Muy bien, pero de ahí a asociar un vino con lo que precisamente no se espera de él, para que ello forme parte de su identidad y en consecuencia bautizarlo oficialmente como vino de mierda... lo menos que puedo decir es que el riesgo es mayor.
Como sea, la provocación ha sido un éxito de mercadeo; las primeras 5000 botellas con este nombre se vendieron en pocos días y 7500 más se pusieron luego a la venta. Y no es que el vino sea económico, pues casi 7 euros por botella no es precisamente barato y menos para un vino que se califica a sí mismo tan peculiarmente. Por otra parte, la gran cantidad de reportajes que al respecto se han publicado por diversos medios, han dado un impulso adicional a la producción de vinos de su región.
De manera que si el día de la cena que usted ofrece, su amigo llega con un “vino de mierda” en la mano, piénselo bien y por lo menos tómeselo filosóficamente (la expresión aquí vale por partida doble); tal vez se sorprenda. En todo caso, nunca olvide aquel popular y sabio adagio que dice: “La vida es demasiado corta para beber malos vinos”.
¿Le gustó este artículo? Entonces tal vez también, le guste:
¡A MÍ NO ME NOMBRES!
PROBLEMAS DE IDENTIDAD
UN APERITIVO INCÓMODO
RAPACES Y VIÑEDOS