Un lugar donde habita el misterio…

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

El Mar del Norte está fondeado en la bahía, frente a la desembocadura de un gran río, muchas millas al sur de aquí. Sus viejas planchas de acero aguantan estoicas este severo sol tropical, añorando aguas más acordes con su nombre, mientras los troncos descomunales que transportará a su lejano destino bajan por el río en un lento pero constante goteo y serán izados a bordo y estibados en las bodegas en una espesa monotonía de interminables semanas. ¿Cuántos árboles derribados por la mano del hombre habrá transportado el barco y cuál no habrá sido nuestra contribución particular para que, en las coloreadas fotografías de satélite sobre esta región, el amarillo sustituya al verde? Me deprime plantearme estas preguntas toda vez que las respuestas desafían al espíritu más pesimista. Me deprimen también esas semanas vacías, sin más oficio que pasarlo acodado en la borda o sumergiéndome en la vida relajada del poblacho que parasita en la orilla. En sus callejas sucias e irregulares, pobladas por una humanidad vocinglera y mercenaria que todo lo vende y todo lo compra, gastamos la paga en el diario ritual de chalupa, tierra firme e indolente peregrinación por tabernas y mancebías, apurando minutos insomnes que pasarán cuenta cabal a nuestro cuerpo. A veces, para distraerme he aprovechado la extraña aptitud que tengo para el dibujo y me he entretenido decorando, o más bien pintarrajeando, los mamparos del camarote con paisajes urbanos, descorazonadores, grises miniaturas atestadas de edificios cúbicos, polígonos industriales y viejas chimeneas cilíndricas bajo opresivos cielos nublados, quizá porque son lo más dispar a este mar azul y este cielo claro.

Pero no es ése el tema que ahora me ocupa, por mucho que este lugar desde el que escribo, bajo la frágil protección de un sombrajo, sea propenso a digresiones. Desde mi primer viaje aquí sentí curiosidad por la brumosa línea de la costa que podía observarse desde cubierta a medida que nos íbamos acercando al fondeadero. En las cartas de marear aparece jalonada de exóticos nombres de los que, al anochecer, surgen débiles puntitos de luz que pugnan por sobrevivir en medio de la negrura. Cómo permanecen, me he peguntado con frecuencia, cómo no los engulle el más leve estornudo de la tiniebla adyacente. Pero sólo en este viaje he logrado sacudirme el tedio que habitualmente me inmoviliza y, como mi servicio durante el fastidioso y dilatado proceso de carga es prácticamente nulo, el capitán no ha tenido el menor inconveniente en concederme las semanas de asueto que hace tiempo me debe la compañía, para dedicarme a recorrer el país en busca de alguno de aquellos lugares donde habita el misterio.

(El relato completo está AQUÍ)