Dejaste de tomar dulces. Te impusiste tareas, penitencias. Cuando sentías el impulso de hablar te mordías la lengua. Hacías siempre lo contrario de lo que querías hacer. Observabas al carnicero trocear, trocear y trocear, hasta que el hacha penetraba en la grasa y el hombre asestaba los golpes últimos y fundamentales, observabas los moscardones, observabas todo aquello que aborrecías. Hervías cabezas de cordero para los perros. Sus ojos te devolvían la mirada cuando tapabas la cazuela. Cuando decidiste asistir a un baile tus padres pensaron que te había poseído un diablillo, pero el verdadero motivo era que tendrías que hacer cabriolas y dejarte abrazar por hombres que te repugnaban.
En Un lugar pagano (1970), su séptima novela, traducida por primera vez al castellano, Edna O’Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930) profundiza en su exploración de la sociedad rural irlandesa de la primera mitad del siglo XX, tal como hizo en su debut, Las chicas de campo (1960). Ambas obras tienen un trasfondo autobiográfico: la autora regresa a la pequeña aldea de su infancia, donde las jóvenes tenían pocas oportunidades y la moral católica imponía su ley; solo que en esta ocasión aborda el asunto con un estilo mucho más maduro y una mirada (aún) menos amable que en su ópera prima. A propósito, recuerdo una reflexión de Jeanette Winterson (Manchester, 1959) que se le podría aplicar: en sus memorias, la escritora británica explica que en su primer libro todavía no estaba preparada para escribir su autobiografía, de modo que introdujo un personaje que nunca existió para «suavizar» la realidad, para que la historia tuviera un poco de esperanza. Tal vez O’Brien hizo algo similar con las amigas de Las chicas de campo, pues no queda ni rastro de esa jovialidad en Un lugar pagano.La principal diferencia entre sus primeras obras y esta reside en el punto de vista: en lugar de la narradora protagonista, O’Brien escribe en una potente segunda persona, un «tú»: «Eras como una estatua, salvo porque rezumabas miedo. Los animales olían ese miedo. Por eso no eran tus amigos» (p. 171). Ese «tú», que a ratos se asemeja a una tercera persona (cuando describe a otros personajes, otras situaciones del pueblo), es la muchacha, una muchacha a la que no se pone nombre y que encarna a muchas mujeres del universo O’Brien: una joven atrapada en la dinámica de la aldea, en la hipocresía de la religión, en el estancamiento social, por supuesto más limitadores para las mujeres y los trabajadores. No se la concibe, en un principio, como una persona particularmente infeliz; está adaptada a sus costumbres, lo que conoce, pero llega un momento, siempre llega un momento, en el que aquello en lo que había creído se empieza a resquebrajar; y esa transición coincide con su aprendizaje, el abandono de la infancia. ¿Por qué contarla con este «tú»? No es alguien ajeno a ella quien narra la historia; se trata de ella misma, la intimidad de lo narrado así lo prueba, que se mira desde fuera. Los hechos resultan demasiado dolorosos para contarlos desde el «yo», desde el yo de una muchacha educada en una aldea irlandesa en los años treinta; necesita salir de su cuerpo para abstraerse de la aflicción y analizarse en frío: es la única forma de hallar su esencia, de dejar que los acontecimientos fluyan, uno detrás de otro, exponiéndolos con precisión, metódicamente. Y esta voz consigue una intensidad esplendorosa y poética.O’Brien construye la novela como una acumulación de imágenes: escenas de la vida en el campo, la familia, los vecinos, la escuela; esas experiencias, de lo trivial a lo extraordinario, que conforman la cotidianeidad de la protagonista (en su último libro, Las sillitas rojas, 2015, utiliza una técnica similar). Entre esas estampas, se impone de forma progresiva el hilo sobre la pérdida de inocencia de la muchacha, o, dicho de otro modo, cómo empieza a abrir los ojos, a prestar atención a lo inadvertido, a los asuntos sobre los que se guarda silencio, los tabús de la Iglesia («A ti no te daban miedo los druidas. Tus miedos procedían de los vivos y de los muertos», p. 43). La joven procede de una familia humilde: su padre, un juez de paz, tiene problemas con el alcohol; la madre, conciliadora, trata de mantener el equilibrio en el hogar; la hermana, mayor que ella, marca un punto de inflexión en casa al marcharse a la ciudad en busca de oportunidades. Su abanico de referentes se extiende al resto de la localidad, donde destacan personajes como la maestra, el sacerdote y una chica enferma, amiga de la protagonista. O’Brien siempre ha sido hábil a la hora de perfilar caracteres, y con pocas trazas da forma al microcosmos de la aldea, tan crudo, tan desolador.
Edna O'Brien
Ninguna (buena) novela va solo de una cuestión, pero en Un lugar pagano sobresale lo que suele llamarse el despertar, la iniciación a los placeres y los dolores de la existencia, después de una niñez no desdichada como tal pero sí, por fuerza, ilusoria. Y, a pesar de toda la degradación padecida, con la violencia institucional de la familia, por un lado, y la opresión de la Iglesia, por el otro, la joven se libera. Los personajes de O’Brien, y en concreto las mujeres, terminan marchándose; abandonan la sordidez y la perversión del ambiente campestre, como hizo ella misma en su juventud («te diste la vuelta para desear buenas noches a la noche y sentiste una lágrima, lágrimas por todas las cosas que estaban fuera de tu alcance», p. 234). No es ni pretende ser ninguna sorpresa, pero sí resulta sorprendente, o como mínimo curiosa, la vía de escape que encuentra la chica de este libro. La única liberación posible dentro del orden establecido, o cómo la renuncia, el sacrificio, estas ideas tan católicas, pueden tener otra vuelta de tuerca. Es, en suma, un desenlace espléndido… a la altura de una novela de una hondura excepcional.Cita inicial de la página 244.