Libertad. Que palabra tan bonita y evocadora, un término que a menudo pronuncio cuando me preguntan qué es lo que más me ha conseguido enganchar de Madrid. Mi respuesta casi siempre la conforman ocho letras: “Libertad”. La sensación de poder estar caminando sin rumbo y sin que se me termine el mapa de rincones y zonas a explorar hacen que en Madrid me sienta libre las 24 horas del día. No obstante, en el secreto de hoy descubriremos que esto no siempre ha sido así y que, no mucho tiempo atrás, sus ciudadanos pasaban las noches encerados, como un rebaño en su redil, presos en su propia ciudad.
La existencia de un Madrid amurallado fue una de las revelaciones históricas que más me sorprendieron cuando empecé a profundizar en el pasado de esta ciudad. Cuesta imaginar que esta convulsa metrópoli que hoy crece sin complejos, hace no tanto viviera incómoda, bajo la ineludible presencia de un muro. Un legado pétreo que terminó por sucumbir ante el desarrollo imparable de la ciudad pero que aún se puede apreciar en pequeños vestigios como éste.
Habrá tiempo para profundizar en el origen y motivo de este hecho. La realidad es que los ojos de Madrid vieron, con atención, el levantamiento sucesivo de cinco murallas distintas. Las primeras nacieron con un propósito defensivo mientras que las últimas tenían un objetivo diferente, financiero. Para controlar las mercancías que se adentraban a la Villa y Corte y que de este modo nada, ni nadie, se librasen de pagar los impuestos. Con este fin nace la última de estas cercas, la de Felipe IV, que se levantó en 1625. Lo más llamativo de todo es que permaneció en pie hasta hace relativamente poco, 1868. Un hecho que sostuvo e impidió el crecimiento lógico de Madrid mientras que provocaba el hacinamiento de sus habitantes.
Aquel muro de ladrillo, argamasa y tierra tenía un perímetro de 13 kilómetros y contaba con cinco Puertas Reales (donde se efectuaba el pago de las mercancías). El nombre de algunas seguro que os suenan: Puerta de Segovia, Puerta de Toledo, Puerta de Atocha, Puerta de Bilbao o de los Pozos de Nieve y por último la Puerta de Alcalá. Junto a estas convivían también catorce portillos de menos importancia. En esta imagen podéis observar los límites de aquella ciudad.
Lo que más me llama la atención es que aquel Madrid asfixiado tenía horarios. Las Puertas Reales cerraban durante el invierno a las diez de la noche y en verano una hora más tarde, a las once. Sólo era posible la entrada o salida para situaciones especiales y custodiando estos accesos se encontraba un gremio de trabajadores ya extinto, los portazgueros. Por lo tanto desde la hora del cierre hasta primera hora de la mañana Madrid se convertía en una enorme jaula para sus habitantes.
Desde hace décadas a Madrid le acompaña la etiqueta de “la ciudad que nunca duerme”, pero conviene tener presente que en sus orígenes sus registros eran otros. Hoy se extiende casi sin horizontes y resulta imposible abarcarla, antes dormía recogida detrás de cinco puertas. Ahora late con fuerza y sin descanso los 365 días del año, no hace tanto tenía horarios, como uno más de los primitivos comercios que ya albergaba con ilusión y entusiasmo.
(Mapa sacado de la web www.entredosamores.es y foto de la portada sacada de artedemadrid.wordpress.com)
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