La lluvia oscurecía el cielo y adelantaba el atardecer de finales de junio. Se abrió paso como pudo entre la multitud de paraguas, empequeñecida como un duende en un bosque de hongos hostiles. “Siempre me olvido el paraguas el día que llueve”, maldijo para sus adentros, tratando de esquivar sin éxito la ola infectada de gasóleo que levantó un autobús de línea al pasar por su lado. “¡Cuidado!” – gritó enfurecida y creyó apreciar una sonrisa de malicia del conductor observándola desde arriba.Cuando alcanzó el metro estaba ensopada y sucia, como muchos de los usuarios del suburbano con los que se rozó escaleras abajo. La mezcla de sudor y ropa húmeda por la lluvia hacia ascender un vapor tropical. Un nauseabundo eructo de la boca del metro. Se tomó un minuto para escurrirse el pelo y extrajo del bolso su último pañuelo de papel, no exento de humedad, para intentar secarse el rostro y las manos.
Un lúgubre pasillo flanqueado por los charcos que formaban las goteras la llevó hasta los torniquetes de acceso. Sacó la billetera maltrecha y mojada. El billete del abono estaba blandurrio y pastoso. “No va a entrar, verás”- suspiró en voz alta, tanteando con el cartón fláccido el orificio metálico de registro. “Nada. Es inútil”, concluyó. Buscó con la mirada a algún operario que le echara una mano, pero no fue capaz de localizar a nadie de uniforme.
Con cara de resignación, se dirigió hacia una de las máquinas expendedoras de tickets. Solo se podía realizar la compra en efectivo y sabía que no llevaba encima. La idea de salir a buscar un cajero le cruzó la mente pero la desechó: “Con la que está cayendo, no me arriesgo a salir a la calle”, farfulló.Decidió colarse. Se preparó para impulsarse con los brazos y saltar por encima de la barrera de entrada como había visto hacer decenas de veces a adolescentes y mendigos. En el proceso, se rompió una uña, se magulló la mano derecha con un filo de acero, se torció el tobillo al apoyarlo sobre el suelo resbaladizo, y se le volcó el contenido del bolso. Dolorida y abochornada recogió uno a uno sus enseres, que habían salido rodando por todo el vestíbulo, sintiendo las carcajadas mudas del resto de los pasajeros.
Cojeando levemente y con una opresión de llanto en su pecho llegó al andén justo para ver como las puertas del tren se cerraban delante de sus narices. “Espere… ¡por favor!” increpó al maquinista impertérrito, lanzándole una mirada suplicante. Escupió un “hijo de puta”, ahogado por el silbido del tren, dejando resbalar algunas lágrimas furtivas. Aturdida por la rabia contra el mundo, se quedó quieta a esperar el siguiente tren. No tardó mucho en llegar.
Entró de las primeras en el vagón a empujones, y adelantó entre codazos a un abuelo inseguro que había conseguido posicionarse a la altura de un asiento vacío. Consiguió sentarse con aire de satisfacción, pero en seguida bajó la cabeza y tragó saliva, arrugando el gesto con amargura. "Qué raro", pensó, "siempre había creído que la venganza sabría dulce".