Enfrentarse a una historia que transcurre completamente en un círculo de especialistas pioneros, que además están creando un lenguaje para poder expresar unas ideas que son novedosas y que hasta el momento nadie ha enunciado, supone una dificultad añadida a cualquier cuentista con independencia de la forma que adopte su relato.
Si por añadidura esos especialistas lo son de una ciencia dotada de una terminología usualmente visualizada por el público llano y lego en la materia como ejemplo de ininteligibilidad al extremo de producir desconfianzas en los más suspicaces, ese escollo jamás deberá ser olvidado por el artista que pretende comunicar un mensaje o, como mínimo, una idea, viéndose en la obligación de sortear el obstáculo para facilitar el camino del ciudadano al que va dirigida la pieza artística.
Parto del desconocimiento previo de una novela de John Kerr en la que se inspiró el prolífico Christopher Hampton para escribir una pieza dramática que el mismo Hampton reconvirtió en guión cinematográfico para que David Cronenberg rodara una película muy alejada de lo que todos sus fans podían imaginar, porque A Dangerous Method (cuyo título recibe una correctísima traducción al español como Un método peligroso) es un drama psicológico basado en la palabra más que en la acción y nunca tan bien usado el adjetivo porque el trío protagonista de la trama dedicó en la vida real todos sus esfuerzos profesionales a estudiar la psique humana y a tratar las enfermedades que de la misma provienen.
La recreación de las intensas relaciones entre Carl Gustav Jung (Michael Fassbender), Sabina Spielrein (Keira Knightley) y Sigmund Freud (Viggo Mortensen) a lo largo de más de una década de principios del siglo pasado es el nudo de la trama alrededor del que gira un guión que en demasiadas ocasiones adolece de lenguaje excesivamente técnico provocando la inmediata exclusión del espectador del discurso que se iba siguiendo con atento esfuerzo porque la última cinta de Cronenberg requiere que el espectador esté atento y, además, escuche con mucha atención todo lo que los personajes van diciendo.
Hay quizás un exceso de líneas abiertas, de frentes en los que combatir el tedio que causa el vaivén de una parte a otra: hay apuntes clarísimos a una relación entre Freud y Jung que no acaba de cuajar y queda en mera anécdota cuando seguro que ahí hay material para una interesante película que, incluso sin entrar en innecesarios tecnicismos, explote debidamente la fecunda relación de ideas de ambos personajes ya históricos para la ciencia: esa relación de amistad casi paterno filial o de maestro a discípulo aventajado que toma su camino discordante es apuntada en diálogos pero queda en insinuada.
Aceptando que el interés de Cronenberg no reside en las vivencias de los pioneros del psicoanálisis, vemos que la relación entre Jung y Sabina, iniciada en el habitual marco entre médico y paciente, contiene elementos más que suficientes para llenar por sí sola otra película, porque de un lado están los padecimientos neuróticos de Sabina, sus respuestas cargadas de una sexualidad específica y por otro la fuerza arrolladora de su personalidad que acaba por engullir y maniatar al propio Jung que también es ejemplar dotado de una complejidad muy atractiva para alguien como Cronenberg, ciertamente inclinado a retratar caracteres que se salen de la normalidad.
Los tipos de ese trío protagonista hubieran requerido, a mi entender, una dedicación más cercana por parte de Cronenberg: una focalización eligiendo uno de los tres y descartando a los otros dos aun manteniéndolos como elementos necesarios e imprescindibles para la comprensión del tipo elegido. Creo que Cronenberg, que realiza una labor de dirección muy eficaz, falla al decantarse por un estilo clásico adoptando un punto de vista apropiado para un melodrama victoriano, admitiendo, supongo, la inalterabilidad de un guión que a todas luces pierde fuelle conforma avanza porque no acaba por decidirse a profundizar en la historia de ninguno de los tres personajes. Cronenberg hubiera debido seguir el ejemplo de otros que le precedieron y que aparte de considerar en poca cosa a los actores además creían que los guiones estaban para ser manipulados a su antojo. Y hubiera tenido que decidirse por uno de los tres: por uno, únicamente.
Además, Cronenberg debe lidiar con una dificultad inesperada: Keira, Viggo y Michael se dedican a robarse escenas los unos a los otros, aprovechando el más mínimo detalle para componer unas soberbias actuaciones: de Viggo Mortensen, después de verlo en Apaloosa, no me extraña nada que haya alcanzado la tranquila madurez que exhibe en cada plano: Michael Fassbender, que está trabajando en lo que sea, demuestra una versatilidad enorme y en poco más de un año ha dejado bien patente que, a poco que le den buenos papeles, va a convertirse en un imprescindible; y, para sorpresa mía, Keira Knightley ofrece un recital sorprendente, memorable tanto en el dominio del histrionismo más acentuado en el paroxismo, cuanto en la pasión turbadora de su mirada desacomplejada, casi comiéndose literalmente a Fassbender que aguanta por ser, muy cierto, un hueso duro de roer.
Esas fantásticas actuaciones, a la que hay que añadir a Vincent Cassel incorporando al interesantísimo personaje real de Otto Gross (otro que también daría para una película) son piedras lanzadas al aire que acaban por caer encima de la cabeza de Cronenberg que como director no acaba de saber organizarlo todo y las virtudes del conjunto se convierten en lastre: demasiados puntos de atención que distraen al espectador dificultando el mantenimiento del interés, porque ofrecer tanto material en poco más de hora y media representa forzosamente dejar en el tintero mucha información necesaria para poder digerirlo todo de forma placentera.
Hay muchos apuntes sugerentes pero casi todos residen en las palabras y no acaban de cuajar por falta de continuidad: la condición sadomasoquista de la relación falta de ética profesional entre Jung y Sabina la presenta Cronenberg con una palidez extraña para los que hayan visto sus anteriores películas; las diferencias de posicionamiento intelectual y social entre Freud y Jung y ciertas insinuaciones de contenido político quedan en detalles quizá desapercibidos y faltos de ulterior desarrollo.
Es muy distinto el uso de recursos cinematográficos basados en la fuerza visual al apoyo en la palabra casi que musitada para argüir conceptos que, por sí solos, darían para una escena entera que conformaría a ojos del espectador parte importante de la condición humana de un personaje, provocando empatía o desafección, pero nunca perplejidad o indiferencia o, como es el caso de esta pieza, la sensación que estos personajes han sido apenas vislumbrados, caricaturizados con cariño, pero meras sombras de lo que debieron ser y representar en su propia época y desde luego el final abrupto y el típico cartelito explicando cómo acabaron sus días los personajes principales acaba por dejar un regusto de excesiva conformidad blandengue en un retrato que se adivina, difuminado bellamente, falto de garra.
Siendo lo más interesante el apartado interpretativo -y habiéndola visto doblada- recomendaría que, de poder elegir, sin duda, en versión original.
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