En mi memoria personal, sobre todo en la de mi infancia y adolescencia (y en la de mi generación) México está vinculado a experiencias planas, irrelevantes. Era el México limítrofe del sur de Estados Unidos donde se desarrollaban buena parte de los
western que ocuparon las tardes de los sábados del cine de aquellos días. Era el lugar al que huían los bandidos perseguidos por los guardias de fronteras, el refugio de los delincuentes (entonces, en
la edad de oro del
western, los "buenos" eran los yankees), casi siempre mexicanos, rara vez norteños, en el que las viviendas de madera en estilo colonial y los pueblos de trazo lineal con dignos edificios se trocaban en precarias casas de obra, de muros blanqueados y macetas, en perdidas capillas en medio de los cactos, en amasijos de chabolas y caminos polvorientos o en mansiones que me recordaban las que había entrevisto en alguna película española formando parte de algún cortijo andaluz. México, en mi infancia y en mi primera adolescencia, era también la patria de
Cantinflas, el acento peculiar de un español que siempre identificaba con lo cómico y la vaga noticia de un exilio del que la dictadura solía borrar todo vestigio: en los medios de comunicación, en la vida cotidiana de la España de finales de los cincuenta y primeros sesenta, y, sobre todo de la escuela.
Jorge Negrete era un mito al que mi madre evocaba, se sabía que
Sara Montiel había vivido un tiempo en aquel país, escuchábamos rancheras y de vez en cuando, en la incipiente televisión de la época, asomaba un grupo de mariachis entonando melodías de aquellos pagos. Era, de algún modo, la réplica de la España de charanga y pandereta que denunciaría
Machado en
Campos de Castilla.
Sin embargo, el paso de los años nos fue colocando, poco a poco, las piezas de la Historia real, no la que aprendíamos en el ambiente opresivo del franquismo. Y supimos que hay una parte de la Historia de México profundamente vinculada a las grandes innovaciones culturales del siglo XX. Eran los años que van de la década de los veinte hasta la década de los cincuenta. Los años de la revolución mexicana y los de la diáspora y el exilio posterior a la Guerra Civil española, los años de la II Guerra Mundial y de la inmediata posguerra. Los de la experimentación en las artes plásticas, en la literatura, en el arte de la edición, en la pedagogía. Años convulsos y esperanzados. De frustraciones y de utopías. De sueños y de grandes cambios. También fueron años con zonas de violencia, con convulsiones sociales. Pero, en lo fundamental, fue un período de una riqueza extraordinaria, en el que el país centroamericano se situó a
la vanguardia de la cultura mundial y en el que se mezclaron, en uno de los más ricos experimentos de mestizaje cultural del siglo XX, intelectuales y artistas procedentes de Norteamérica (
Malcolm Lowry) con los que llegaban de una Unión Soviética en construcción (todavía no decepcionada ni decepcionante) como
Serguei Eisenstein, del México más profundo con los que, tras la derrota republicana, llegaron desde España:
León Felipe,
Ramón Gaya,
Luis Buñuel,
José Gaos,
María Zambrano,
Américo Castro, el pintor
Fernando Gamboa, el editor
Joaquín Déz-Canedo o los poetas
Luis Cernuda,
Pedro Garfias o
Manuel Altolaguirre entre otros muchos.
De ese universo irrepetible, de ese hervidero cultural, social y político que ignorábamos da cuenta la exposición
México ilustrado (1920-1950) inaugurada el pasado mes de octubre en la sede central del Instituto Cervantes, en
Madrid y cuya vigencia está a punto de concluir, puesto que se clausura el 9 de enero de 2011. La exposición, comisariada por
Salvador Albiñana, nos ofrece dibujos y grabados publicados en libros, carteles y revistas en México entre los años 1920 y 1950. Portadas de periódicos, tipos de imprenta, manifiestos de la vanguardia artística (ahí está el estridentismo, una de las líneas más llamativas de aquella explosión estética) y política, ediciones (desde el
Canto general, de
Pablo Neruda hasta libros de
Cernuda o
Emilio Prados) y reediciones, fotografás y los más diversos materiales, mezclados con la estética entre negra y deslumbrante de artistas plásticos como
Siqueiros,
Orozco o
Diego Rivera. Pero la cultura no aparece, en la exposición, de manera aislada, como un producto al margen de la sociedad. Se nos muestra, con rigor, estrechamente vinculada a las reformas políticas, económicas y educativas de ese periodo, en las que las nuevas formas de expresión artística y literaria (también cinematográfica) jugaron un papel de soporte e instrumento difusor.
Ése es el México verdadero y profundo de aquel tiempo. Del que, años después, surgirían obras tan poderosas como
Pedro Páramo de
Rulfo o
La región más transparente, de
Carlos Fuentes. El México que expone el Cervantes es inseparable de la labor de artistas (presentes con obra en la muestra) como los ya citados
Diego de Rivera o
Ramón Gaya, pero también están las huellas del pintor y cartelista
Josep Renau, de
Miguel Covarrubias o de
Rufino Tamayo, vanguardistas convencidos en la posibilidade de un mundo mejor.
Sin duda, tal y como ocurriera, en relación con el género poético, con la exposición
Escrituras en libertad sobre poesía experimental de España e Hispanoamérica
, México ilustrado es
, por la calidad y por el número de obras expuestas, la de mayor calado de cuantas se han realizado en España. Además, supone una oportunidad de primer orden para quienes tengan una visión arquetípica de México, especialmente del México que va de 1920 a 1950, una visión similar a la que he referido al principio y que me afectó a mí y a gran parte de mi generación: en ella podremos descubrir (y/o constatar) el alto grado de complejidad y de calidad que alcanzó la ilustración mexicana (en el doble sentido: Ilustración como paradigma de cultura; ilustración como arte plástica y gráfica). A todo ello se añade algo esencial: en México, a partir de 1930 con la llegada del cine sonoro, se desarrolló una importante labor cinematográfica. Recordar
Los olvidados, de
Buñuel, o
¡Que viva México!, de
Eisenstein, películas que veríamos, en cine-clubes universitarios o de barriada en la España de los setenta, es casi un lugar común. Pues bien: esa labor está también presente en el Cervantes. Y una síntesis de ella es posible verla en el imaginario audiovisual de aquel México que muestra su Centro Virtual (pinchando en el pie de foto, accedéis a él).
Imaginario cinematográfico de México