Un monstruo viene a verme se ocupa de estos temas a través de una metáfora tan efectiva como excesiva. La idea de la que parte es excelente: el niño sufriente que quiere evadir la realidad a través de un personaje monstruoso creado por su imaginación, que le cuenta historias en buena medida también metafóricas, con el objetivo de que el joven Conor acabe contando la suya propia. Lo malo de la propuesta de Bayona no es lo que cuenta, sino cómo se cuenta. Con una puesta en escena impecable y una integración perfecta de los efectos especiales al servicio de la narración, la película se pierde en lo reiterativo, en unas escenas que son espejos unas de otras, provocando cierto hastio en el espectador. Pero lo peor no esto, sino que el director abunda en un defecto ya detectado en su anterior obra, la exitosa Lo imposible: su vocación lacrimógena. Bayona hace precisamente lo imposible para que el espectador sienta pena por el niño, apelando de manera brutal a sus sentimientos. Primeros planos del rostro de Conor, del sufrimiento de una madre sometida al cruel proceso de una enfermedad terminal y de la pena que transmiten ambos a los que le rodean. Y para más inri, resulta que el protagonista es un niño que sufre acoso escolar (situación que, por cierto, se resuelve de una manera bastante ridícula).
Así pues, Un monstruo viene a verme se nos presenta como una gran producción comercial que apela constantemente de manera bastante forzada (casi manipuladora) a quienes ven la película, controlando sus reacciones y poniendo toda la carne en el asador para que se identifiquen con la tragedia de Conor. Y tengo que decir que, cuando terminó la proyección, fui testigo de que dicho objetivo se había conseguido de una manera casi unánime. Si a la mayoría del público le gusta esta simplicidad emocional, auguro un gran futuro a Juan Antonio Bayona, un director con un gran potencial que debe empezar a explorar caminos más complejos si quiere parecerse a su gran ídolo Steven Spielberg.