Revista Cultura y Ocio

Un mundo desaparecido... ¿sin remedio? Mi lectura de "El caballo de cartón"

Publicado el 17 diciembre 2009 por Almargen

El pasado lunes tuve la fortuna de participar en la presentación del nuevo libro de Abel Hernández, El caballo de cartón. Fue un desayuno con la prensa del que supe muy poco tiempo antes. Creo recordar que fue el viernes precedente cuando Javier Santillán, el editor de Gadir, me llamó para proponerme acompañar a Emilio Lamo de Espinosa y a Antonio Ferres en la presentación. Me envió de manera inmediata el libro y con ese acto me abrió una nueva puerta a una literatura con la que siempre me he sentido identificado. El caballo de cartón es un libro de la memoria. De la memoria de las cosas y de la memoria de los hombres y mujeres que hicieron la microhistoria de nuestro país en unos años difíciles, extremadamente duros. Había leído, un año antes y de manera gozosa, sus Historias de la Alcarama, un extenso diálogo de un padre con su hija en el que aquel evoca la vida cotidiana en uno de los muchos pueblos desaparecideos en el interior de Soria: Sarnago, su lugar de nacimiento. Por eso, mi predisposición no podía ser más favorable. Me sumergí en el libro como quien bucea en su propia historia, en sus evoaciones más íntimas. Y lo acabé en un par de días.
Toda lectura de buena literatura es, de algún modo, un acercamiento a las experiencias más profundas y radicales (de raíz) del lector. Al leer El caballo de cartón, un texto en el que Abel se recuerda niño en un mundo rural desaparecido que recobra sus formas y detalles ante la visión, entre las ruinas de la casa abandonada en la que nació y se crió, de ese viejo jueguete deteriorado, cochambroso (el caballo de cartón regalado en una fiesta remotísima), he tenido una doble experiencia. La primera es la recuperación de los olores, los ruidos, las voces, los sabores, los colores y luces de abolidos veranos de mi infancia en una aldea soriana, Aguilar de Montuenga, en la que pasaba las vacaciones en un tiempo (finales de los años 50)  en el que, en el medio rural, se vivía, casi, como medio siglo antes. La permanente comunión del hombre con una naturaleza que marcaba el ritmo de su vida, la presencia cotidiana de los animales en la existencia de niños y mayores (gatos que limpiaban establos de ratones, perros que acompañaban la caza o espantaban al lobo y al zorro, lobos que hacían temibles los inviernos, caballos entre la labor en la era y la fantasía del niño), el ceremonial de la matanza, la magia de las primeras nieves, la luz de los otoños, la gravitación del poder de la iglesia sobre el microcosmos de los pueblos, el destierro del sexo, el peso de la dictadura y sus leyes ominosas, la extrañeza del viaje en gentes que permanecían durante toda su vida en lugares remotos que sólo abandonaban para una atención hospitalaria, para el servicio militar o cuando decidían emigrar/huir, la fiesta anual como lugar de la celebración, de la irreverencia, de la quiebra de la rutina y de la sensualidad y el desafío. La segunda experiencia que me ha avivado el libro es la conciencia de su estrecha sintonía con mi pasión por recorrer lugares de la España más recóndita e imprevista y con una actitud solidaria hacia quienes, en el reverso, vuelven, en los últimos años, a los pueblos que abandonaron para recobrar sus edificios y darles una nueva vida (emigrantes de antaño que regresan a los orígenes): la esperanza respira en el libro de Abel Hernández relegando, de manera sutil, el pesimismo que nos invadía en Historias de la Alcarama. 
En la era de Internet y de la pasión por el fragmentarismo que protagonizan algunos adalides de la postmodernidad, en un siglo XXI de cultura posturbana podemos preguntarnos por el sentido y la vigencia de este tipo de literatura. No sé la respuesta posmoderna. La mía es que su vigencia es plena. No sólo porque habla de mundos que nos han precedido, en los que están clavadas nuestras raíces, o porque generen un espacio de ficción apasionante, sino porque contribuye a poner ante nuestras narices una realidad tan del siglo XXI como el PC o el teléfono móvil:  la que representan miles de hectáreas de tierras abandonadas en las que duermen ruinas, casas que tuvieron vida (con viejos caballos de cartón en alguno de sus chiscones o desvanes), iglesias con maravillosas cúpulas semiarruindas, ermitas cerradas e invadidas por las telarañas, tierras de cultivo condenadas al barbecho para siempre, frutales o huertos sin sentido, invadidos por la mala hierba, cementerios entre cardos y secos matorrales.. En Soria, en Teruel, en Zamora, en Huesca, en León... En esas y en otras muchas provincias es posible acercarse a esa realidad.
El caballo de cartón, como Historias de la Alcarama, es, también, una invitación a indagar en esa realidad. Tiene una función social evidente en tiempos en que se reniega de la literatura comprometida: nos invita a conocer esa otra cara del siglo. Una cara en la que respira el pasado pero que no es pasado: no hay más que coger el coche, enfilar por una de las carreteras que se internan en esa España interior y darse de bruces con ella. Aunque en el coche llevemos un portátil, un teléfono móvil o aunque nos vaya guiando por los más remotos lugares un ultramoderno GPS.
Termino con una invitación: el lector puede conocer en detalle la opinión de Hernández asomándose a la entrevista que aparece publicada en el blog (maravilloso blog lleno de descubrimientos, de invitaciones al viaje, de denuncias) Pueblos dehabitados. Y puede aprovechar para acercarse/internarse en buen número de localidadess abandonadas idénticos al Sarnago del que Abel Hernández escribe.

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