Sin embargo, parece que el mundo está hoy día en franca regresión, tanto en esos paraísos admirados de nuestro entorno como en el propio solar español. Excepto en el ámbito tecnológico, retrocedemos a marchas forzadas por la rampa que nos devuelve a épocas pretéritas en casi todos los aspectos en que creíamos haber progresado aún a costa de trompicones. Salvo la técnica que evoluciona sin cesar hacia una complejidad que facilita lo inimaginable, sin importar si es útil o banal, las ideas y la convivencia andan sus pasos para retrotraernos a tiempos y condiciones que creíamos superados, pero -por lo que se ve- no olvidados definitivamente.
Ya no es sólo España, cuna de la Inquisición y reducto alcanforado de supuestas virtudes virginales inculcadas mediante imposiciones morales al gusto de la Conferencia Episcopal, la que está en peligro de caer en la desviación y el pecado, sino que es también la vecina Francia libertina la que se levanta en barricadas por los Campos Elíseos para oponerse, todavía sin obispos tras las pancartas, a que se reconozca el derecho al contrato matrimonial de los que desean vivir su sexualidad como les sale del culo, es decir, como les da la gana, sin que ninguna autoridad, ni terrenal ni divina, tenga que inmiscuirse en lo que concierne al ámbito privado del individuo, sin que obligue al heterosexual disconforme.
Pero es que la nórdica Suecia, patria de las esculturales bellezas que nos descubrieron el cuerpo femenino tapado sólo con dos trapos en las playas de nuestra adolescencia, la que se muestra ahora xenófoba e intolerante con los inmigrantes. El Estado de bienestar más sólido del mundo, modelo de equidad y prestaciones en lo que era el paraíso social por excelencia, ha saltado por los aires, no por culpa de la crisis económica que afecta a los demás naciones europeas, sino a consecuencia de las políticas de un gobierno conservador, impropias de la admirada sociedad sueca, con seguridad la más permisiva del continente. Las calles de Estocolmo y de otras ciudades han ardido por los enfrentamientos entre inmigrantes y policías a causa de los recortes en las ayudas dirigidas a una población no autóctona que había encontrado en Suecia el trabajo, la estabilidad, la integración y la convivencia que no hallaban ni en sus países de origen ni en otros de la Europa desarrollada del primer mundo.
El mundo parece, pues, embarcado rumbo al pasado, a los tiempos felices que disfrutaban las élites de una sociedad estamental que levantaban fronteras infranqueables a las personas, no al capital. Retrocedemos a grandes zancadas a las épocas hipócritas de una moral puritana, partidaria de la caridad antes que de la justicia, cuando la iglesia legislaba con el poder absoluto de su connivencia con la política sobre asuntos de Dios y del César, y los pobres tenían que conformarse con la promesa del cielo, no de una justicia social redistributiva que les ayudara a escapar de situaciones indignas por la carencia de oportunidades.