Los líderes e impulsores de estos movimientos nada espontáneos establecen, así, claras diferencias entre los de “abajo” y los de “arriba”, cuando en realidad ellos también pertenecen a estamentos tan elitistas y distinguidos como contra los que, en teoría, se revelan. Profesores universitarios, jóvenes emancipados con formación, patrimonio y relaciones de los que se sirven para ganarse la vida dictando clases trufadas de proselitismo político, asesorando gobiernos de discutible lealtad democrática y dándose a conocer mediáticamente gracias a su dominio de las redes sociales. O bien, profesionales liberales que no necesitan ejercer para dedicarse a porfiar el espacio político a unas carcomidas formaciones tradicionales con las que comparten ideología y modelo social. Hornadas de hambrientos cachorros capaces de comerse a su padre político. Incluso, hasta controvertidos personajes multimillonarios, aburridos de ganar dinero, que invierten en su propia campaña electoral para encabezar la ira de los descontentos y castigados por un sistema que posibilita a estos magnates hacer de heréticos libertadores, dispuestos a “limpiar” de mugre el establishment al que se incorporan con gusto y ganas, aunque no tengan ni experiencia ni proyecto coherente que avalen sus pretensiones. En definitiva, en esta diatriba de “ellos” contra “nosotros” cabe de todo, a condición de que se condimente adecuadamente con oportunas dosis de nacionalismo xenófobo y vindicaciones a los que son atacados injustamente, con apelaciones constantes al sufrido pueblo. Estas son las caretas con las que se presenta, hasta el momento, el populismo en los países en que ha hecho aparición para quedarse.
Ejemplo de ello es Donald Trump, un imprevisible paternalista ambicioso que acaba de conquistar la Casa Blanca de Estados Unidos, aupado en la frustración de los vapuleados por la globalización comercial, que desubica industrias y genera desempleo, y en los recelosos a un mestizaje de la población, que poco a poco va perdiendo la supremacía caucásica, en un país con graves problemas raciales. Como es natural, culpan de tales males al sistema establecido y al establishment que lo habita, sea el de Washington como el de Madrid, París, Roma, Bruselas o Londres. Trump es, simplemente, el último en llegar pero el más poderoso representante de ese populismo rampante y triunfante, capaz de prometer medidas que, no por no trasnochadas o exageradas, son menos preocupantes y peligrosas, aunque muchas de ellas ya se apliquen desde hace tiempo en otros lares, incluso en nuestro país.
Sólo es útil para exacerbar los miedos y el odio al “otro”, al extranjero, al inmigrante a quien se culpabiliza de los problemas que no sabemos resolver, de considerarlos delincuentes, narcotraficantes, violadores, terroristas o, cuando menos, de quitarnos el trabajo y denigrar nuestros barrios y ciudades. Un muro que incuba la xenofobia porque conviene al populismo demagógico, aquel que manipula las emociones y enturbia la convivencia pacífica y ordenada, respetuosa de la diversidad.
Por eso, tanto en Inglaterra como en Francia, Austria, Alemania y otros países, también aquí, cómo no, en España, soplan vientos de populismo, gente experta en pescar en río revuelto para asegurarnos un mundo feliz y edulcorado, donde se solventarían todos nuestros problemas de un plumazo. Para ello basta con romper con lo establecido, con la política tradicional, olvidar las ideologías y superar una democracia imperfecta hecha a medida de una “casta” política profesional, y desconfiar de los otros, de las élites y los diferentes. Tenemos que aislarnos, asegurar lo “nuestro”, expulsar a la vieja política de las poltronas y cambiar sus caducas instituciones y su orden. Sólo los populistas saben cómo devolvernos la felicidad que nos han arrebatado el establishment, la globalización y los inmigrantes. ¡Y nos lo creemos!