La historia, a la que debemos situar en el contexto del momento de su publicación allá por los años 30 del siglo pasado, no me ha motivado demasiado. Sé que es un sacrilegio poner negro sobre blanco semejante afirmación, pero a mi modo de ver la novela no ha aguantado el ritmo del paso del tiempo, o quizá eran tantas las expectativas que no he sabido colmarme con ella.
El señor Huxley nos plantea un escenario futurista, repito, partiendo del año 1932, en el que la sociedad ha prescindido de cualquier tipo de relación familiar, no existen madres, ni padres, ni hermanos, ni tíos, nada de ello. Todo ha sido sustituido por una gran maquinaria de concepción en serie que produce individuos ya programados durante su gestación. Miles, cientos de miles de personas iguales que reciben la misma formación en los tubos de ensayo en los que son concebidos. Personas que se preparan durante su gestación para los trabajos que deberán realizar en sus vidas adultas. Tipos a los que hacen más o menos fuertes, más o menos inteligentes, más o menos serviciales según vayan a ser sus desempeños futuros creando una sociedad feliz de individuos acoplados al sistema, personajes que viven sus vidas en pos de un bien mayor, y que no es otro que mantener el orden del mundo en el que han sido concebidos.
Por supuesto, como historia es magnífica, pero tanto en su parte de ciencia ficción (con la trampa de leerla casi cien años después), como en el estilo o ritmo literario, la verdad es que no me han cautivado casi en ningún momento de la novela. Quizá hacia el final, cuando uno de los personajes díscolos habla con uno de los creadores y supervisores del sistema, el Interventor, sobre ciertos temas trascendentes reconozco que me enganchó algo más, pero en general me aburrí mucho con su lectura.
La historia se cuenta a partir de un grupo de amigos Alfa, o lo que es lo mismo, un grupo de amigos de la mejor calidad de humanos producidos en las fábricas de cultivo. En ese grupo destaca un elemento perturbador, Bernard Marx, que no acaba de encontrar placentera su vida entre las muchas distracciones que le ofrece ese mundo feliz. Bernard, un joven Alfa con ciertas fallas de creación, no goza con la misma intensidad de la música sensorial, de los perfumes, del sensorama, del soma (una droga magnífica que todo lo soluciona), del sexo con otras jóvenes Alfa, ni se siente parte de un engranaje superior como el resto de miembros de la sociedad. En su pequeña búsqueda de identidad se enamora de una chica Alfa, Lenina, a la que intenta conquistar y hacerle eco de sus preocupaciones. Sin embargo, ante el poco interés de Lenina en algo más que no sea sexo y diversión, obligadas por otra parte en ese mundo feliz, Bernard decide aprovechar su estatus Alfa para visitar a una reserva de salvajes en la que los niños todavía nacen por el método de la copulación y tienen, como salvajes que son, padres y madres.
Allí, en la reserva, Bernard conoce a un niño salvaje hijo de una mujer Alfa que se perdió, algo totalmente extravagante e indigno porque se supone que la sociedad no debe concebir bajo ningún concepto, pues el hecho de tener padre y madre se considera incluso escatológico y de extremo mal gusto. Bernard, tras charlar y conocer al Salvaje, decide llevarlo a vivir a la sociedad avanzada con el fin de que lo estudien. Algo así como lo que ocurre en la película de El planeta de los Simios al comandante George Taylor (Charlton Heston) con los simios Zira y Cornelius, y que muy bien podría haberse extraído de esta novela.
El Salvaje, con sentimientos por su madre (no conoce a su padre) y a quien consigue regresar a la sociedad de la que se perdió, pone en duda todos los planteamientos de esa sociedad convirtiéndose en la única voz cuerda de toda la novela, algo que ya se veía venir desde que su presencia comenzó a eclipsar al que creí que sería la voz díscola del sistema, su descubridor Bernard Marx.
Por supuesto la novela es una crítica de la sociedad perfecta, un intento por demostrar que la perfección es imposible de conseguir. En ese mundo feliz se han erradicado las guerras, las enfermedades, la pobreza, la miseria, los celos, la envidia, porque cada uno es concebido para realizar lo que debe realizar y la falta de aspiraciones personales evita todas estas desgracias. Un mundo feliz al que se le han arrancado de cuajo los sentimientos y los han sustituido por la programación, la tecnología de sensaciones y el uso de una droga mágica, el soma, cuando todo esto falla. Un mundo que en boca del Interventor se define así:
-Actualmente el mundo es estable. La gente es feliz; tiene lo que desea y nunca desea lo que no puede obtener. Está a gusto, a salvo; nunca está enferma; no teme la muerte; ignora la pasión y la vejez; no hay padres ni madres que estorben; no hay esposas ni hijos ni amores excesivamente fuertes. Nuestros hombres están condicionados de modo que apenas pueden obrar de otro modo que como deben obrar. Y si algo marcha mal, siempre queda el somaUnas palabras que se reproducen en el diálogo que mantiene con el Salvaje, el cual, y de casualidad, ha tenido acceso a las obras de Shakespeare, uno de los pocos libros que existen en el mundo, y que argumenta de esta forma contra la vida de esa sociedad feliz:
-Sin embargo –insistió obstinadamente el Salvaje-, Otelo es bueno, Otelo es mejor que esos filmes del sensorama.Como decía al principio de esta reseña, para mí esta es la mejor parte de la novela, la constatación de que la felicidad es imposible en la perfección…, y quizá, releyendo mis propias palabras, acabo de comprender porque soy tan afortunadamente feliz.
-Claro que sí –convino el Interventor-. Pero éste es el precio que debemos pagar por la estabilidad. Hay que elegir entre la felicidad y lo que la gente llamaba arte puro. Nosotros hemos sacrificado el arte puro. Y en su lugar hemos puesto el sensorama y el órgano de perfumes.
-A mí todo esto me parece horrendo.
-Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.
"Un Mundo Feliz" presenta un hipotético escenario futuro en el que todo vestigio del pasado ha sido erradicado con la finalidad de sellar una nueva era de la humanidad totalmente desprovista de contenido y sentido histórico. El denominado Estado Mundial ha destruido la historia y el pasado porque su obsesión es solo el presente. El año en el que se desarrolla la acción de la novela es el 632 después de Ford. La nueva era comienza tras la fabricación del primer Ford T en 1908, fecha de partida de esta futura civilización. Por consiguiente, el año 632 después de Ford equivaldría al 2540 de nuestra era, aproximadamente. Los ciudadanos de este nuevo mundo desconocen por completo los valores morales, culturales y espirituales, porque han sido condicionados para imitar y seguir un despiadado canon capitalista que delata una adulterada, profética y perturbadora idea del bienestar.