¿Un mundo sin tiendas?

Por Jjsosa @sosaweb

De entre las múltiples revoluciones que Internet trae consigo, el e-commerce, el comercio a través de la Red, es una de las más importantes económica y socialmente. Aunque nuestro país no esté a la cabeza en esta faceta -como no lo está prácticamente en ninguna que tenga que ver con el entorno digital-, se estima que este año los españoles habremos gastado 9.400 millones de euros (el 3,5% del total del gasto comercial) en compras online. Estamos lejos, por supuesto, de EE UU (en volumen, 15 veces el de España), pero también lo estamos de países del entorno de la UE como Reino Unido (seis veces más en volumen y un peso relativo más de tres veces superior), Francia, Suecia o Alemania. Solo Italia, entre las grandes economías europeas, tiene un peso relativo del comercio online similar (aunque ligeramente superior) al de España (Online Trends 2011, www.retailresearch.org).

Ahora bien, al compás de la extensión del uso de Internet (casi 23 millones de españoles mayores de 14 años, el 57% del total, accedieron en el último mes a Internet y, de ellos, tres cuartas partes -cerca de 17 millones- lo hacen a diario, según el último EGM), el avance de las compras online en España está entre los más rápidos. Entre 2008 y 2010, el crecimiento acumulado fue del 49%, el cuarto más dinámico de los 11 países incluidos en el estudio Online Trends. En esta investigación se calcula que cada comprador en España invertirá, aproximadamente, 900 euros en la compra de una media de 17 artículos.

Discutir las ventajas que para el consumidor tiene el comercio online parece un ejercicio más bien inútil. Evidentemente, reduce los costes de transacción, mejora el acceso a la información, amplía el abanico de opciones y otorga una enorme flexibilidad a las compras en cuanto a horarios y situaciones de compra. Lo que, en cambio, vale la pena analizar es cómo interactúa el comercio electrónico con el comercio convencional (ya se trate del pequeño comercio o de la gran superficie de distribución) y cómo puede influir económica y socialmente la generalización de esta modalidad comercial.

No podemos perder de vista que -desde el punto de vista del empleo- el comercio supone en nuestro país el 16% de la ocupación total, casi tres millones de ocupados, y si algo no ofrece dudas es que el comercio electrónico es mucho menos intensivo en empleo que el que hemos llamado convencional.

Pero no es solo eso: el comercio es un elemento de estructuración del espacio social de importancia difícil de exagerar. Cerremos un momento los ojos y despojemos al paisaje urbano que nos resulte más familiar del ingrediente comercial. Una ciudad sin tiendas, sin escaparates, sin más luces al anochecer que las del alumbrado público y las de los bares… Lo que queda es una película de ciencia-ficción, una de esas distopías al estilo de Blade Runner o Fahrenheit 451 con empleados de logística en lugar de replicantes o quemadores de libros. Repuestos del horror, imaginémonos a nosotros mismos reducidos a una experiencia de consumidor que no tiene más interlocutor que la pantalla del ordenador, la tableta o el smartphone. Da un poquito de escalofrío ¿no?

No se trata, ni mucho menos, de anatemizar el comercio electrónico, ni de obstaculizar su desarrollo imponiendo barreras proteccionistas en beneficio del comercio convencional. Se trata de intentar minimizar los costes sociales y económicos que tendría una proliferación desordenada de ese comercio si esta hiciera económicamente inviable la subsistencia del tejido comercial de cualquier clase -pequeño o grande- que actualmente tenemos.

Y pienso que la reflexión regulatoria a este respecto es de la máxima importancia. Porque, como decía, no se trata de trabar al comercio electrónico (más allá de lo preciso para la garantía del consumidor), sino justamente de lo contrario, destrabar al comercio convencional para que no compita con el electrónico con un brazo atado a la espalda. Se trata de nivelar el campo de juego, a la vista de una nueva realidad con la que pocos años atrás ni se soñaba.

Me parece que hoy es más importante fijarse en esta dimensión que en el tradicional conflicto entre el comercio de la esquina y la gran superficie, que tanto juego han dado a la literatura y al cine. Hoy, estas dos modalidades comerciales tienen muchos más intereses comunes de lo que a primera vista parece, y pueden actuar codo con codo en defensa de ellos.

Y por ello deben reclamar que, en el contexto de las exigencias de incremento de la competitividad que tan centrales son en nuestra recuperación económica, se preste la atención que merece a la flexibilización regulatoria que permita al comercio convencional emular en todo lo posible al electrónico en ventajas de flexibilidad para el consumidor.

Dentro de ello, no hay duda de que el marco regulatorio general de horarios y días de apertura tiene que consagrar una orientación mucho más dispositiva de lo que la actual Ley 1/2004 establece. Esta ley es el típico ejemplo de regulación que el constitucionalista Loewenstein llamaría “semántica”: la ley se basa en el principio de libertad que los artículos concretos contradicen. Y, lo que es peor, ni siquiera se cumple: en el País Vasco, por ejemplo, no se respeta el mínimo de aperturas de ocho domingos o festivos que la ley establece y lo han sustituido por un mínimo insuperable: cero. Lo mismo cabe decir de los horarios, para los que el corsé legal es discriminatorio frente a unos comercios, los digitales, que abren 24 horas los 365 días del año.

Evidentemente, el pequeño comercio tiene que ingeniárselas en medida mayor que las grandes superficies. Para ello, una reforma laboral orientada a dar mayor flexibilidad contractual para permitirle ampliar horarios y días de apertura le ayudaría. Pero se equivocarían los pequeños comerciantes de adversario si pensaran que siguen librando la misma batalla que hace 10 o 20 años contra la gran superficie comercial. Porque esa ya no es su batalla. Ahora toca aguzar el ingenio para encontrar un lugar específico, un valor añadido propio, en la pugna con el comercio electrónico. Lo pueden encontrar en multitud de factores: desde la experiencia de consumidor, una interacción más plena que la que permite el comercio electrónico, el asesoramiento al cliente, la garantía personal que ofrece… Pero también tiene que entender que el cliente exige que se aproxime en accesibilidad (convenience) a los estándares del comercio digital. Y eso es muy difícil si no se está dispuesto a ampliar horarios, días de apertura y a ser más flexible para estar más cerca del cliente.

Por supuesto que parte de la adaptación al nuevo entorno del comercio convencional consiste en integrar en su negocio también la opción online. Es lo que ya están haciendo -con desigual fortuna- los grandes de la distribución y lo que hay que ayudar a hacer -desde el sector público- a los pequeños. También esa adopción de un modelo multiplataforma por parte del comercio convencional nivela el campo de juego y ayuda a que el cambio se haga sin demasiados traumas.

Nos jugamos mucho. No solo en términos económicos y de empleo, sino también de sociabilidad y de integración. Porque, como cantaba hace unos años mi admirada Cristina Lliso, “por amor al comercio hay que cruzar ese puente”. -

José Ignacio Wert es presidente de Inspire Consultores.

Fuente: El pais