Un nuevo misterio en casa del señor Talbot

Publicado el 20 febrero 2016 por Angeles
Cuento (primera parte)

El señor Talbot era un hombre de hábitos muy arraigados. Después de pasar dos o tres días en su casa, cualquiera sería capaz de predecir sus acciones según la hora que fuese.Por las mañanas, después de desayunar, despachaba con su secretario los asuntos del día, y a continuación salía un rato al jardín. Últimamente estaba muy entusiasmado con un manzano que había mandado injertar. Le parecía muy emocionante poder modificar el árbol para que diese distintas variedades de manzanas. Pero aparte de este novedoso capricho botánico, su costumbre era  leer sentado en uno de los bancos,  pasear por los senderitos, contemplar las pérgolas y el estanque, y solazarse con el trinar de los pájaros que habían establecido su residencia en tan placentero vergel.

Volvía  a entrar en la casa a la hora de almorzar, y después de la comida se sentaba ante la chimenea de su estudio, con una pipa y una copa de licor.  Mientras fumaba y bebía se dedicaba a contemplar con deleite su maravillosa colección de cuadros, o a estudiar los catálogos de las subastas del mes en curso, o a leer otro rato, y así hacía tiempo hasta la hora en que llegaban sus amigos para su habitual tertulia vespertina.

Efectivamente, Talbot era por completo predecible, y le gustaba que las cosas sucedieran tal y como él las tenía previstas.
Detestaba lo inesperado, lo que rompiese la rutina, lo que lo obligase a improvisar. Por eso aquel día del que vamos a dar cuenta a continuación, Talbot lo pasó nervioso y alterado como los pececillos de su estanque cuando se acercaba el gato.

Resultó que después de comer fue al estudio, se preparó la copa de licor y la pipa y, antes de sentarse en su sillón, delante de la chimenea, fue a coger el libro que por la mañana había llevado consigo al jardín. Se dirigió sin pensarlo al aparador, el que estaba debajo de aquel magnífico y sorprendente cuadro de Spiers. Allí, encima del aparador, era donde dejaba siempre el libro que tenía entre manos en cada momento. Sin embargo, en esta ocasión, el libro no estaba allí. Un poco desconcertado miró a su alrededor por ver si, inexplicablemente, lo había dejado en la mesa, encima de alguna silla, en la repisa de la chimenea. Aunque eso no hubiera sido propio de él, estaba dentro de lo posible. Pero no, el libro no estaba en el estudio. Pensó entonces que quizá lo llevó hasta el comedor cuando entró del jardín para almorzar. O, tal vez, supuso con temor, se había quedado en el jardín. Talbot se estremeció ante la posibilidad de haber dejado a la intemperie, encima del banco, debajo del manzano, su ejemplar de Las metamorfosis de Ovidio. Su precioso ejemplar de tapas azules, letras doradas y filigrana floral. Su valiosa edición de 1775, impresa en Londres por  Paddington-Collier. Presa de un nerviosismo impropio de un hombre de mundo como él, se sintió incapaz de correr al jardín para rescatar el libro lo antes posible, si es que en verdad estaba allí. Porque la posibilidad de encontrar el libro marcado por el impacto de una manzana, por muy newtoniana que pudiera resultar la imagen, lo llenaba de terror. E imaginar la delicada encuadernación manchada con los innobles desechos de algún pájaro, lo paralizaba de espanto. Pudo sin embargo reaccionar lo suficiente como para tirar del cordón que hacía sonar una campanilla en la cocina, y al poco apareció Casilda, la asustadiza y tarda doncella que, aunque hacendosa y limpia como nadie, no era precisamente una persona adecuada para la resolución de problemas de ingenio.–Casilda, dígame –empezó Talbot con fingida paciencia–, ¿ha visto usted por casualidad un libro de tapas azules en el comedor?–No, señor,  yo no he visto ningún libro.–¿Está segura, Casilda? Es posible que yo lo haya dejado olvidado encima de la mesa durante el almuerzo.–Si hay un libro en la mesa, yo me doy cuenta, señor. Porque en la mesa no se ponen libros.–Claro, claro, Casilda, así debe ser. Pero, ya le digo, es posible que yo, no usted ni nadie del servicio, yo, me lo haya dejado allí olvidado. –¿Y dice usted que es un libro azul?–Eso es, un libro azul y con letras doradas.–No, estoy segura de que no había ningún libro azul, señor. Ni de otro color tampoco.Talbot respiró hondo, como hacía siempre que hablaba con Casilda, y aceptando que la despistada muchacha no se equivocara, le dijo:–Bien, Casilda, muchas gracias, y hágame el favor de decirle al jardinero que venga.–¿A Pedro, señor?–Sí, a Pedro, el jardinero. Gracias.Después de hablar con el jardinero, que había estado revisando los injertos del manzano hasta ese momento y no había visto tampoco ningún libro, Talbot se sintió aliviado, pero mucho más perplejo que antes por la misteriosa desaparición.

(Continuará)(Aquí, un misterio anterior en casa del señor Talbot)