A la hora de costumbre empezaron a llegar los amigos de Talbot. Cuando estuvieron todos reunidos y después de intercambiar breves impresiones sobre diversos temas, Scott, el jefe de la policía, que tenía un aire entre altivo y sosegado muy adecuado para su puesto, dijo:-Talbot, amigo mío, no hace falta ser policía, y mucho menos jefe de nada, para darse cuenta de que algo le preocupa. Espero que no haya sufrido ningún contratiempo serio.-Es cierto, señores, que estoy preocupado. Y bastante perplejo. He perdido, no sé cómo ni dónde ni cuándo, mi ejemplar de Las metamorfosis.Y a continuación Talbot puso a sus amigos al tanto del percance. El asunto era tan peculiar, y el libro tan valioso, que todos aportaron ideas, teorías y posibilidades sobre lo que podría haber ocurrido. E incluso hicieron una solidaria y afanosa búsqueda por todo el estudio. Dibujaban un escena muy pintoresca aquellos cinco hombres, ora agachados, ora arrodillados, metiendo la cabeza debajo de los sillones y detrás de los muebles; levantando cortinas y almohadones; mirando al techo en busca de inspiración y al suelo en busca del libro.Pero fue inútil. El precioso ejemplar de Ovidio no apareció.
Transcurrió el tiempo, y un día, al cabo de un año, tuvo lugar en el jardín un prodigio que maravilló a Talbot y que llevó a Pedro, el veterano jardinero, al borde de las lágrimas de emoción. Por su parte, Casilda, sin apreciar lo portentoso del fenómeno, sólo exclamó con naturalidad: "¡Ay, qué bonito, señor!"
Cuando por la tarde llegaron sus amigos, Talbot, muy conmovido, les dijo:-Caballeros, vengan conmigo al jardín y sean testigos de algo que sólo podrán creer si lo ven. Y aun así, les resultará difícil.Salieron los señores al jardín y Talbot los condujo hasta el manzano injertado. En seguida vieron que el árbol había dado frutos por primera vez después del experimento, y que a consecuencia de ello estaba lleno de manzanas de distintas variedades: rojas, verdes y amarillas; dulces y ácidas…, tal y como Talbot había esperado. Pero además había otras manzanas de una clase desconocida: unas manzanas azules con reflejos dorados. Para asombrar más aún a sus atónitos amigos, de una rama baja Talbot cogió una de esas manzanas, y con una pequeña navaja la partió y mostró las dos mitades. En el primer momento, los hombres hicieron un gesto de rechazo ante lo que Talbot les mostraba.–No, no, fíjense bien, caballeros, no es lo que parece.Y, en efecto, no era lo que parecía. La carne de la manzana, de color pajizo como el pergamino, estaba marcada por líneas oscuras que, a simple vista, parecían la señal de la descomposición o los sutiles senderos que trazan los insectos cuando devoran. Pero al mirar con más atención, los amigos de Talbot apreciaron, deslumbrados e incrédulos, que aquellos rastros no se debían a nada tan vil, sino que eran en realidad producto de algo superior, de algún proceso incomprensible y excelso.Porque lo que veían en la manzana eran palabras impresas, palabras en latin que formaban versos, versos tal y como los que escribió Ovidio para narrar las mágicas metamorfosis de los dioses.
La sabiduría del universo ( Christi Belcourt, 2014)