Cariz vengativo porque, al parecer, se ha optado por extender la pétrea homogeneidad “cesarista” que exige el renombrado líder a las distintas federaciones que le negaron su apoyo en primarias. Todos esos “barones” díscolos se van a tener que enfrentar a candidatos que disputen su liderazgo en los próximos congresos regionales y que, presumiblemente, surgirán con la bendición de la nueva dirección federal del PSOE. La intención implícita es la sustitución de esos líderes locales críticos por otros afines al secretario general. Tal actitud queda lejos de “coser” el partido como todos decían desear. Más bien parece uniformarlo en el silencio acrítico en vez de unirlo en la diversidad de sus voces hasta lograr un coro perfectamente armónico. La gran “novedad” del PSOE consiste, por lo que puede apreciarse, en un empoderamiento de las bases, de semejanza asamblearia, en detrimento de la democracia representativa seguida hasta la fecha para la extracción de las élites que conforman el “aparato” del partido. De ahí aquella exitosa argucia electoral de diferenciar un PSOE de los militantes de otro supuestamente de las élites, del “aparato” y también, cómo no, de la gestora. Todo ello se ha precipitado cuando ha convenido a un líder que persigue alcanzar como sea acuerdos con otras formaciones parlamentarias que posibiliten desalojar al Gobierno de Mariano Rajoy. Algo legítimo de todo partido cuando es posible, pero contraproducente si es a causa de una obcecación ajena al resultado electoral e inviable con la actual aritmética parlamentaria o el apoyo de fuerzas desintegradoras de la cohesión territorial y social.
Pero es que ni siquiera el lema “somos la izquierda” del 39º Congreso del PSOE supone novedad alguna más allá del mero recurso publicitario, útil para atraerse a los socialistas descontentos que hayan podido pasarse a Podemos. Se supone que de izquierdas siempre se han reconocido los socialistas, aunque se comporten como una izquierda moderada que se limita a reformar el capitalismo con medidas sociales que se articulan en ese llamado Estado de Bienestar que la socialdemocracia impulsó en Europa tras la segunda Guerra Mundial. Afirmar “somos la izquierda” constituye una obviedad desde los tiempos de Pablo Iglesias y Francisco Largo Caballero, máxime cuando el “viejo” PSOE nunca ha sido la derecha, aunque se le pareciera. Pero pregonar ser la izquierda para contrarrestar la competencia de un partido radical de izquierdas con la radicalización propia, es cosa distinta y delicada en un partido históricamente reformista y moderado que ha conseguido, cuando ha tenido oportunidad de gobernar, los mayores avances en la modernización, el bienestar y el progreso de este país en las últimas cuatro décadas. Más que eslóganes, la tendencia ideológica se demuestra con un programa y unas iniciativas que responden a las necesidades más perentorias de los ciudadanos, aquellas que provocan desigualdad y pobreza, y que pueden ser factibles en una coyuntura de dificultades y crisis como la que todavía estamos sorteando.
Claro que, por si fuera poco, ese es otro problema mayúsculo: ¿qué programa se va a cumplir? ¿El de España como nación o el de un país plurinacional? ¿El que confía en ganar elecciones para gobernar o el que busca acuerdos parlamentarios con quien sea para conseguirlo? ¿El que cuenta con todo su patrimonio humano, sean militantes o líderes, en un permanente esfuerzo de integración o el que causa división en aras de una homogeneización monolítica? ¿El que renunció al marxismo en 1979 o el que pretende resucitarlo como filosofía política y modelo social? ¿El que propugna un proyecto para España o un trampolín a medida para un determinado líder? ¿El que prioriza la estabilidad política y el interés general a la legítima ambición partidista? ¿El que apela a un pluralismo incluyente o el que se basa en un populismo de barricadas?