Un olmo en el desierto: Daniel Sada (1953 - 2011)

Publicado el 10 octubre 2012 por Sergio B Huidobro

“No le haga caso a Juan” le decía Salvador Elizondo, ya casi cincuentón, a un muchacho de 25 llegado de Mexicali –y ya casi poeta- cuya primera novela, Lampa vida, acababa de revisar en manuscrito. Daniel Sada Villarreal, se llamaba el imberbe. Y el Juan era Rulfo.
“No le haga caso”, le decía. Fascinado por los intrincados giros de lenguaje y la minuciosa sonoridad de aquellos borradores, Elizondo acaso sentía aquella prosa como hija legítima de sus propios y crípticos experimentos. Pero el otro profesor, Rulfo, se mostraba preocupado de que el argumento terminara por ser indescifrable debajo de tanto barroquismo.
Uno, el autor de Farabeuf, se regodeaba en las enrarecidas junglas de la vanguardia. El otro, el de El llano en llamas, labraba relatos limpios sobre la piedra. Y en medio, como suma, surgió el alumno: Una mescolanza inédita y originalísima de las piruetas verbales de Elizondo con los yermos desiertos rulfianos. Eso, mas Los Tigres del Norte.
“La tierra baldía le debe un bosque”, ha dicho Juan Villoro, y no le falta razón. 32 años después de aquella primera novela, la de Daniel Sada se convirtió en una de las voluntades estilísticas más férreas del español de su época; una prosa cincelada con el rigor métrico de la poesía del Siglo de Oro.
A pesar de haber llegado a la capital a los 18 años, la trayectoria de Daniel Sada se ocupó de poblar literariamente –y sin antecedentes- una zona narrativamente desértica de la geografía del país: la de los yermos pueblos del norte, esos cuya única humedad ha sido la de la sangre que hoy escurre en sus paredes. “52 grados, mil habitantes, más muertos que vivos”; así describió alguna vez sus paisajes natales, que son también escenario para sus personajes.
Y si semejante aridez se antoja como tierra seca para las cosechas literarias, también son, para quien lo tome, un campo virgen y una hoja en blanco. Para Sada, cuando niño, fue ése el telón de fondo para el descubrimiento de Homero, de los griegos, el Quijote y el Siglo de Oro, cuyas lecturas fueron alentadas por una maestra de primaria, una que no podía haber sospechado que su iniciática labor iba a ser rematada por el autor de Pedro Páramo.
Curioso es lo que resulta al haber memorizado métricas y rimas para después practicarlas por el pueblo, con el habla de cantinas, caminos, la plaza, las tortillerías, descubrir “los neologismos, la contaminación lingüística, el fabuloso goteo de sonidos que se escucha en el México profundo” ; el resultado Carlos Fuentes lo llamaría “la fusión de Góngora y Cantinflas.”
Mucho tiempo después, un día de 1999, se bajó de un camión que había salido de Mazatlán, y a punto de abordar un taxi le llegó un retazo de la conversación de dos señoras que le cimbró el ánimo cual el más hondo soneto quevedeano; Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, le dijo una a la otra. Ahí estaba el único título posible para el mastodonte novelístico en el que había trabajado los últimos seis años, una odisea a lo Balzac, ambientada en el turbio sistema electoral de provincias, con casi 100 personajes y más de 600 páginas que Tusquets tuvo que editar en una tipografía más pequeña de lo habitual para que el papel no resultara incosteable.
Aunque ya Octavio Paz le había facilitado la edición de una novela un par de años atrás, Porque parece mentira… generó interés en otros países hispánicos y marcó el estallido de su reconocimiento generalizado como uno de los pilares literarios del México que mudaba de siglo. De ahí, una sucesión de desiertos, novias, bailes, venganzas, besos, balaceras repartidas en varias novelas y relatos de los cuales uno, Casi Nunca, le daría el Herralde en 2008.
El premio, otorgado por Jorge Herralde a través de su mítica Anagrama, ya había marcado a otros de sus amigos y compañeros generacionales: Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, una generación trans-hispánicaque se formó en la resaca del boom y cuya madurez fue sorprendida por el cambio de siglo y la revolución tecnológica. Afectuoso y admirado, Bolaño se refirió a él como un “Lezama Lima del desierto.”
Patrono fundador de esa marca que hoy se promociona y vende como “literatura del norte”, la de Sada, sin embargo, es una obra alejada de etiquetas genéricas y más bien comerciales como la narco-literatura. Lo suyo es una redención del desierto mexicano como cosmos creativo, una tardía pero justa incorporación de Aridoamérica a la cartografía literaria, con voluntad universal, sin estigmas regionales ni regionalistas.
El pasado 10 de octubre, Daniel Sada se enteró por rumores filtrados en la prensa que le era concedido el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2011 en la categoría de Literatura, la máxima condecoración otorgada por el gobierno mexicano al respecto. Sin embargo, no hubo un anuncio oficial ni una notificación personal que confirmara la noticia. Para el momento en que el INBA confirmó en medios que el galardón le sería otorgado, Daniel Sada estaba inconsciente y conectado a un respirador artificial. Unas horas después, sin que llegara a conocer la noticia, una insuficiencia renal lo arrancó de los suyos y se lo llevó a un desierto diferente.
Tal vez por el camino se habrá encontrado a un Elizondo risueño y sorprendido que, con una palmada en el hombro, seguramente dijo: “Ya ve usted, yo siempre se lo dije: No le haga caso a Juan.”..