A lo que conduce esta riada de chorizos que entretienen los telediarios es a que los sintamos como algo de la familia. Están de un modo tan cercano y están en tantas ocasiones que no sabríamos almorzar sin una brizna de Nóos o un sobre más de Bárcenas. Se nos está vendiendo, en fascículos coleccionables, la historia universal de la infamia, pero no la de Borges, la culta que privilegia la metáfora y la hondura intelectual, sino la tosca, la bastarda, la infamia sin adorno posible. De anoche, en la ceremonia de los Goya, aparte del entristecido cine patrio, extrae uno la idea de que somos, en el fondo, un pueblo carnavalero, que hace humor negro como pocos. Humor chusco, en ocasiones, pero también fino e hiriente como un estilete en la base sensible del ojo. A Blancanieves, la ganadora de la gala, le ha birlado la fama merecida. Hoy se habla de Candela Peña y el frío y su padre muriéndose en un hospital. O se habla de Bardem, que le pusieron a huevo poner en prime-time un asunto del que apenas sabemos nada o del que no queremos saber nada incluso, el Sahara, ese pueblo al que no le afectan los recortes (Javier dixit) porque no hay nada que recortar.
Politizar el cine no es una mala opción. Costa-Gavras, que anoche citó Maribel Verdú (la boca más grande de España ganando un premio en un papel en que no emitía un solo sonido) habría disfrutado de la cosa de anoche. Se habría sentado a verlas caer. Seguro que tiene para una película nueva. La realidad es obscena y es terca: da a tutiplén tramas para que el ingenio narrativo no precise de dopaje. Somos un pueblo al que se le da bien lo marrullero, que es la evolución analfabeta del pícaro del siglo de Oro. Luego, a corta distancia de los marrulleros, están los indiscutiblemente honrados, los que salen a la calle o los que, cuando les dejan, en donde sea, sueltan por su boca lo que andan callando. Anoche media España estaba viendo la cacerolada lingüística. Hubiese sido cinematográfico cien por cien que un escuadrón de agentes de la ley dispersara a los insurgentes. Seguro que algún despistado, en el fragor del show, no habría caido en la cuenta de la verosimilitud absoluta de la carga. Creería, a fuerza de haber mamado mucho cine americano, que era un número integrado en la gala. En ese estado aséptico estamos. Narcotizados. Paulatinamente reconvertidos en clientes de un mercado. Antes, en los tiempos en los que las cosas iban algo mejor, en fin, todo esto es muy discutible, éramos ciudadanos. Ahora nos dan una visa, nos pegan una patada en el culo y nos invitan con trompetería y alfombra a juego con las luces de colores a que gastemos. Y da igual si no hay para gastar. Nos venden la ilusión de que compramos. Nos dan el humor que sustituye a las hostias.
Luego está lo olvidadizos que somos. Lo pronto que se nos contenta. La bendita suerte de tener un apresto natural para lo hedonista. Será el carácter mediterráneo o la ingesta histórica de castas y de tronos, toda esa locura teológica que nos ha forrado contra los males terrenos. Valdría más, en términos de resolución de problemas, que no confiasemos en la bondad del más allá, en la injerencia del tiempo, que todo lo soluciona o todo lo enfanga. Cuando la bonanza llegue, si llega y nos pilla en pie y con las extremidades firmes y el cerebro sin embotar demasiado, recordaremos estas escaramuzas nobles de gente indignada que, de pronto, por el vértigo del show business, se ven abalconados a un micrófono, colocados en el centro exacto de una gran pantalla, en alta definición, no cabe otra cosa, que está observando medio país. El otro medio está para poca fiesta de la cultura. No saben qué es eso. Les va importando cada vez menos. Conque coman y conque duerman. Que forniquen cuando puedan y salgan a las terrazas y llenen los bares de vasos vacíos. El que mueve los hilos está feliz con este desordenado mobiliario. Hoy ha habido otro inmolado en un banco. A lo bonzo. No hace falta ni saber qué eso de lo bonzo. España está en plan bonzo total.