Sin embargo tras el 92 vino el 93. Y con él llegaron las facturas de la fiesta. España se encontró con un periodo de recesión a nivel mundial y una deuda por pagar que provocó el cambio de política económica, la devaluación de la peseta y la renovación del mercado laboral. Pedro Solbes entró en el gobierno y Felipe González –“ese gran estadista”, que le llaman ahora los libros de historia- se decidió por mandar a hacer puñetas la palabra “obrero” que venía en el nombre de su partido y dio vía libre a los contratos temporales. La lógica era que si las empresas no se atrevían a contratar era sencillamente porque no tenían la herramienta necesaria para coger un trabajador nuevo debido al aumento puntual de la producción. No se consideraba que si las empresas no contrataban era sencillamente porque la economía estaba estancada y que, para dinamizarla, era necesario un cambio de sector motor.
Pues bien, en este nuevo mundo laboral, que sucesivamente se ha visto reformulado, las ETT comenzaron a surgir como chinches situándose como nuevo medio de contratación de la mayoría de empresas de gran tamaño –las gran generadoras del empleo en otras épocas- y el despido del trabajador fue convirtiéndose en más y más barato. Es decir, en lugar de apostar por reconvertir un mercado de trabajo español vetusto a través de una economía del conocimiento, se apostó por la contratación barata. Se buscó competir en el mercado de mano de obra internacional frente a China, India, Vietnam y demás países receptores de la producción deslocalizada frente a la posibilidad de competir en el mercado de productos de valor agregado.
El sistema ya hace casi 20 años que funciona. O mejor dicho, que no funciona. En el contexto de la actual crisis, se insiste en incidir en el modelo de la contratación barata, de la economía de servicios en lugar de la economía del conocimiento. Se está insistiendo en el modelo de contratación barata y nulo valor agregado. La sociedad, por un lado, dedica esfuerzos y recursos ingentes a formar nuevos cuadros a través de universidades públicas repartidas por todo el territorio español y, por otro, no genera el tejido económico suficientemente elevado para absorber todo este conocimiento e iniciativa profesional nueva.
El resultado de esta ecuación es bien sencillo. De las universidades públicas salen jóvenes con un alto conocimiento, capaces de rendir en puestos de responsabilidad alta y que necesitan de una oportunidad en su sector económico que les permita desarrollarse y lograr, en 10 ó 15 años, aportar todo su valor a la economía española. Sin embargo, dicha economía se centra sobre todo en la generación de trabajo en el sector servicios -¡turismo, turismo! Como en tiempos de la dictadura- y cuando crea oportunidades en el sector económico que impliquen un valor de conocimiento –industria, ciencia e ingeniería social que requiere de la I+D+i, y del descubrimiento de soluciones adaptadas a la vida social y económica- la estabilidad es precaria y la oportunidad de asentar una carrera profesional es nula.
Poco a poco los jóvenes más cualificados marchan fuera. Francia, Estados Unidos, Alemania, pero también países como Argentina, reciben a coste cero este conocimiento generado en España y se muestran capaces de aprovechar la iniciativa y el valor que han creado nuestras universidades. Aquí, mientras tanto, las soluciones políticas son las mismas que tras la crisis del 93, y tanto desde los medios de comunicación de la izquierda como de la derecha se lanzan a minusvalorar, cuando no despreciar, la formación de las universidades públicas españolas.
Cataluña, otrora uno de los motores económicos de España, ha perdido en sólo 4 años 270.000 empleos de jóvenes. Las cifras señalan, además, que un 38% de los jóvenes con contrato laboral están en situación de temporalidad, a la que se asocia además unos sueldos inferiores a los 1.000€ mensuales. Científicos españoles trabajan dispersos por todo el mundo porque el sistema económico –y el sistema universitario- es incapaz de asumir la producción de doctores que crean. Lo mismo pasa con los ingenieros, o con consultores en el área de la vida política o social. En resumen, multitud de cerebros se fugan del país generando conocimientos y -¡atención!- patentes en otros lugares del mundo. El desarrollo de estos productos, los nuevos descubrimientos científicos o la generación del Estado del Bienestar en otros países, será en parte culpa de universitarios españoles a los que hemos echado por no saberlos aprovechar.
Y mientras tanto España se irá convirtiendo, más y más, en el país de la cultura del sector servicios. El país donde los europeos más ricos vengan a descansar, o de fiesta. El país donde la posibilidad de hacer negocios siempre estará relacionada con el suelo. El país del “copa y puro”. El país, en definitiva, que tendrá que pagar ingentes cantidades de dinero por las patentes de otros. El país cuya política social seguirá supeditada a los intereses de la macroeconomía de países como Alemania –y dentro de poco China. El que tenga una Constitución reformada que obligue a pagar la deuda antes que en cualquier otra cosa. El país del que tuvo que marchar el científico que colaboró definitivamente en la cura contra la malaria o contra la tuberculosis. El país que no será dueño de su futuro, pero en el que se podrá comer paella con sangría por 7,70€. Todo un lujo de país, vamos.